Ser mujer es un ejercicio frecuente de odiar partes de tu cuerpo. Tus muslos que no tienen un espacio entre ellos, tu cabello que no es lo suficientemente brillante, tus pestañas que no son lo suficientemente largas, tus piernas que no esconden suficientemente bien la celulitis y las estrías que aparecen naturalmente en ellas. Y tus pelos (los de las piernas, los de las axilas, los de las cejas, y todos los demás), por existir.
Mis pelos y yo nunca tuvimos suficiente tiempo para conocernos. Apenas los noté por primera vez los eliminé con una cuchilla. Aparte de los descuidos ocasionales, mi cuerpo no ha tenido pelos en los últimos doce años. Y nunca me cuestioné a mi misma sobre este hecho. Dado que el feminismo es la capacidad de decidir libremente, y yo escogía depilarme, nunca me pareció que esta práctica requería un análisis más profundo. Ni siquiera tras años de quemaduras, cortadas, alergias e irritaciones.
Y luego, hace cuatro meses se me acabaron las rasuradoras. Me quedaba el fondo de una botella de crema para depilar y al cabo de unas semanas también se me acabó. Y me dije a mi misma que compraría más después del trabajo. Y luego fui a hacer el mercado y lo olvidé. Y la siguiente semana lo volví a olvidar. Y la siguiente. Y la siguiente. Y eventualmente sucedió que, por primera vez, desde que tuve trece años, mi cuerpo estaba otra vez cubierto del pelo con el que nació. Y entonces ya no podía emprender la simple acción de depilarme de nuevo sin tener que cuestionarme a mí misma el por qué de ese ritual interminable, caro y doloroso.
Así que lo hice. Me cuestioné. Y vengo a contarles lo que aprendí.
Aprendí que la depilación consiste en esto: todas las mujeres tenemos naturalmente pelo en el cuerpo, pero todas nos creímos el cuento de que no deberíamos tenerlo. Entonces todas nos sometemos a una cantidad de procesos dolorosos para eliminar los pelos que tenemos, pero que creemos no deberíamos tener. Y tenemos que guardar un doble secreto: que tenemos pelo, y que nos lo quitamos. Y que para guardar el secreto entonces nos toca castigar a las mujeres que no se someten a los dolorosos, incómodo y costoso procesos de eliminación del pelo. Y al final de cuentas, lo femenino se vuelve el proceso de quitarse los pelos y no el hecho de que todas los tenemos.
Aprendí que la historia de la depilación está ligada a la historia de la supremacía blanca. La obsesión con esconder el vello femenino coincidió con la obsesión científica por la jerarquización de las razas. Comenzó después de la publicación en 1.871 del libro “El origen del hombre” de Charles Darwin. La mediatización de este libro conllevó a la conclusión que la raza blanca era “antropológicamente más evolucionada”, puesto que los hombres blancos tenían profuso pelo en el cuerpo y las mujeres tenían muy poco. Y fue aquí cuando las mujeres europeas empezaron a invertir dinero en medias veladas para disimular el pelo de las piernas, y eventualmente en rasuradoras, cremas, cera y tratamientos láser para eliminarlos por completo. Tener unas piernas sin pelo fue una forma de evidenciar que la raza blanca era más evolucionada con respecto a las otras. Y las mujeres no blancas les seguimos el juego afeitándonos las piernas, para demostrar que nosotras también pertenecemos a una raza evolucionada, y que en realidad nos parecemos mucho a las mujeres blancas y lampiñas (aunque las mujeres blancas no sean naturalmente lampiñas). Y entramos también en el círculo vicioso de la supremacía blanca que nos sigue rigiendo hasta hoy.
Aprendí que la industria de la depilación gana millones de dólares haciendo a las mujeres sentirse mal sobre su cuerpo. Apenas las mujeres empezaron a usar ropa que mostraba partes de su cuerpo que habían permanecido escondidas hasta ahora, las marcas de rasuradoras encontraron un nuevo mercado lucrativo para explotar. A inicios del Siglo XX era supremamente extraño pensar que una mujer debía rasurarse. Sin embargo, en 1.915 Gillette creó la primera rasuradora “para mujeres” y la promocionó como la solución a un “problema íntimo penoso” que ninguna mujer sabía que tenía. Y desde entonces, las industrias de rasuradoras se dedicaron a satanizar el vello y a humillar a las mujeres que lo tenían, resultando en un negocio de tres billones de pesos colombianos al año. De un día al otro, las mujeres empezamos a invertir cerca de sesenta millones de pesos colombianos a lo largo de nuestras vidas para esconder nuestros pelos. Las empresas nos dijeron que debíamos sentir vergüenza de nuestros pelos, y nosotros les creímos.
Hoy en dia, la publicidad de los productos de depilación sigue siendo eficaz, ayudando a crear el imaginario social de que el cuerpo femenino tiene que ser liso y lampiño. Su estrategia es tan brillante que es capaz de satanizar el vello femenino sin nunca haberlo mostrado (o piensen en qué propaganda se muestran las piernas peludas de una mujer). Me recuerda por ejemplo, de la campaña publicitaria de Veet del 2014 entitulada “don’t risk dudeness” (no te arriesgues a parecer un man) en el que representan a las mujeres sin depilar como un hombre gordo poco atractivo.
Aprendí que la depilación es una forma de control del cuerpo femenino. Ese control que consiste en establecer reglas sobre qué es y qué no es un cuerpo de mujer, y castigar y humillar a cualquiera que infrinja los criterios establecidos. En el caso de la depilación, un cuerpo femenino es un cuerpo sin pelos y en consecuencia las mujeres nos sometemos a dolorosos y, en algunos casos, peligrosos rituales de “belleza” para probar que somos mujer; si me he depilado por más de una década, es porque quiero ser atractiva para los hombres, pero también porque quiero sentirme cómoda dentro de mi propio cuerpo que autoidentifico como cuerpo de mujer. Y las mujeres no son peludas.
Lo profundamente perverso de la depilación como un método de control de nuestros cuerpos es que nos obliga a deformarlo para afirmar nuestra identidad. Es una presión constante que nos dice que si somos mujeres tenemos que probarlo. Es absurdo que para probar nuestra feminidad tengamos que cambiar una parte del cuerpo que TODAS tenemos. Es tan absurdo como si pretendiéramos que un cuerpo femenino es aquel que no tiene dientes, y nos los arrancáramos para probar lo mucho que merecemos ser amadas.
Aprendí que mi decisión de depilarme nunca fue libre. Es mentira que la decisión de no depilarse sea igual de fácil a tomar la decisión de hacerlo. Por eso el 99% de las mujeres americanas se depilan el cuerpo. Por eso todavía es noticia cuando una celebridad decide no hacerlo. Por eso nos aguantamos las cortadas, las irritadas, las infecciones y las quemaduras e invertimos millones de pesos. No depilarse viene con un castigo social demasiado fuerte, y mientras siga existiendo ninguna mujer (feminista o no) puede decir con absoluta sinceridad que su decisión de depilarse es una decisión libre.
Aprendí que aún conociendo todo esto, en dos semanas cuando me monte en el avión para ir a pasar navidad con mi familia en la playa, habré comprado una rasuradora y habré realizado, una vez más, el doloroso, inexplicable y controlador ritual de afeitar cada pelo de mi cuerpo, porque aún no estoy lista para enfrentar las consecuencias de no conformarme al paradigma del cuerpo femenino. Me es impensable la idea de ponerme un vestido de baño frente a mis papás, mis primos, mis tíos o mis conocidos en un cuerpo no depilado.
Espero algún día ser capaz de hacerlo. Pero por ahora me conformo con haber entendido que mi decisión de depilarme nunca fue libre, y sigue sin serlo.
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