¡Bienvenidos y bienvenidas al 2018! Un año que desde ya promete grandes cambios y turbulencias económicas, políticas y sociales en el mundo y particularmente en Colombia (por aquello de las elecciones). Pero también será un año en que ciertas cosas permanecerán tal y como han sido en años anteriores. Por ejemplo, ¡las rebajas de enero! Seguramente muchos volveremos de vacaciones, esperaremos nuestra siguiente nómina y correremos a los centros comerciales a comprar todo aquello que no se ha vendido durante los 3 meses anteriores, pero que, para nuestra fortuna, sigue estando de moda y a mejores precios.
Así que este artículo es una guía de compras para aprovechar las rebajas de enero. Sin embargo, vale la pena advertir que esta no es una guía como las otras. No es mi intención decirles qué prendas, colores o estampados están de moda ni cómo aprovechar lo que ya tienen para economizar a la hora comprar. Mi intención es, en cambio, influenciar su elección de compra mostrándoles que con la ropa pueden lograr cosas más allá que simplemente verse bien. La ropa puede utilizarse como forma de expresión de la propia identidad, como medio para independizarse de los estándares impuestos por la sociedad y burlar las exigencias sociales de cómo debe vestirse, verse y ser una mujer. Mi objetivo es mostrarles cómo puede utilizarse la moda como un canal alterno al discurso hablado y escrito para transmitir el mensaje del feminismo y así amplificar nuestra voz.
Pero antes de eso, creo que es necesario reconocer lo paradójico que puede sonar decir que es posible utilizar la moda para promover el feminismo, porque históricamente la moda y el feminismo han sido considerados como opuestos. Y es que en algún momento de la historia lo fueron sin ningún matiz. Vanessa Rosales, escritora e historiadora de moda, cuenta que luego de la Revolución Francesa, en la que los burgueses y toda la clase media francesa luchó para derrocar al monarca Luis XVI, flotaba en el aire una sensación de aversión por la opulencia, pues ella recordaba a la aristocracia qué tanto los había oprimido. Desde la Asamblea Nacional se proclamaba la democratización de la vestimenta para reforzar el sentimiento de igualdad y fraternidad. Es así como los hombres homogeneizaron su vestir y optaron por prendas sobrias, uniformes y funcionales para el trabajo de fábrica. Y no solo renunciaron a la suntuosidad en la ropa sino también al cultivo de la apariencia y la belleza en general.
Las mujeres, por su parte, como no participaban de la política ni conducían la economía, no fueron obligadas a seguir estas reglas. De hecho, era a través de ellas que el mundo podía enterarse del verdadero poderío económico y social de sus maridos. Mientras ellos vestían siempre de forma funcional y homogénea, ellas se cambiaban muchas veces al día para lucir múltiples vestidos y peinados exagerados. Quienes más variado vistieran mejores condiciones tenían en su casa. La mujer era entonces un ornamento de su marido, una vitrina desde la cual los hombres exponían su verdadera riqueza económica. Y pronto la belleza se convirtió en la esencia de lo femenino y en la principal aspiración de la mujer. Las mujeres fueron destinadas a cumplir el rol de complacer a los hombres, y para ello, debían lucir siempre bien vestidas, jóvenes y bellas para responder a las exigencias de la mirada masculina. Entonces, las mujeres ocupaban su tiempo en rituales de belleza y cambiándose de ropa mientras los hombres iban a trabajar.
Esta división de roles terminó definiendo aquello que significa ser hombre y lo que significa ser mujer. Para ser hombre se debía ser el proveedor del hogar, estudiar, ser un intelectual, trabajar. Mientras que las mujeres debían ser bellas, complacientes, dóciles y ocuparse de las labores del hogar. Y en consecuencia, la moda, que hacía parte de las tareas de la mujer, no solo se convirtió en un asunto exclusivamente femenino sino que, además, como era una actividad de ocio cuyo fin era el embellecimiento físico, quedó revestida de superficialidad y banalidad y símbolo opuesto de la intelectualidad y el poder. Es así como la ropa se convirtió en una cárcel. Un símbolo de lo limitadas que eran las posibilidades de las mujeres y un sello de poca capacidad intelectual. Con toda la razón, las feministas de los distintos movimientos que surgieron luego de la Revolución Francesa optaron por rechazar la moda.
Pero no todas las feministas han llevado su lucha en contra de la belleza y la moda. Susan B. Anthony, una sufragista estadounidense que vivió entre 1820 y 1906, se caracterizó por ser una mujer estilosa y seguidora de las últimas tendencias de moda. Al contrario de las demás sufragistas, Susan no creía que para ser venerada igual que un hombre debía vestirse como uno. Ella creía que una mujer no tenía por qué imitar a un hombre para obtener los mismos derechos, pues para ella las mujeres y los hombres somos diferentes pero merecemos igualdad de condiciones. Su ‘look’ característico era un chal rojo y un bolso de piel de cocodrilo. Para Susan, su bolso no era solo una forma de estar a la moda sino que era un símbolo de independencia en una época en que las mujeres no podían celebrar contratos ni abrir una cuenta bancaria.
El ejemplo de Susan B. Anthony me permite problematizar la tradicional dicotomía entre moda y feminismo. Por el mismo hecho de que la ropa ha sido un medio de control del cuerpo y el actuar de las mujeres, el acto de vestirse puede ser profundamente revolucionario si con él desafiamos aquello que se nos ha impuesto. Si supuestamente las mujeres debemos ser recatadas y guardarnos para nuestros maridos, pues nos ponemos una minifalda que muestre bastante pierna. Si supuestamente las mujeres no estamos hechas para trabajar sino en la casa, pues nos ponemos pantalones y hacemos exactamente lo contrario. Si supuestamente las mujeres estamos para agradar la vista de los hombres, pues entonces nos ponemos prendas sueltas y bien anchas que no revelen ninguna curva de nuestro cuerpo. Y si supuestamente las mujeres estilosas no tienen nada en la cabeza, pues nos ponemos tacones y dirigimos empresas y países ahí montadas.
La historia más reciente del feminismo está llena de ejemplos de cómo un elemento que simboliza la dominación de la mujer puede ser utilizado como instrumento de emancipación y rebeldía. Uno de ellos es Gabrielle “Coco” Chanel, quien revolucionó la moda de su época –los años 20 y 30– porque sus creaciones proyectaban a la mujer como una persona activa en un momento en el que la sociedad las visualizaba como objetos decorativos. Por ejemplo, suprimió el fastidioso corset del armario de las mujeres, y en su lugar introdujo el tweed, una tela con la que se confeccionaba la ropa deportiva de los hombres, permitiéndole a las mujeres moverse, comer y respirar sin restricciones. A través esta y más reinvenciones de la moda, Chanel transformó a la mujer de ornamento a persona de carne y hueso.
Otro momento clave se dio en los años 50 con la popularización del bikini. La prenda se popularizó en 1953 cuando circularon fotos de la actriz y cantante francesa Brigitte Bardot usando un bikini en la playa de Cannes, cuando iba a estrenar su película “La chica del bikini”. El bikini fue duramente criticado por todo el mundo, desde las revistas de moda, cuyas opiniones decían que era “inconcebible que una muchacha honrada y decente pudiera ponerse una cosa así”, hasta el Papa Pío XII, quien lo satanizó. Sin embargo, el bikini se convirtió en un símbolo de la liberación sexual de la mujer. Quien lo usara era considerada una mujer valiente, dueña de su cuerpo y empoderada de su sexualidad. Ponerse un bikini ya no era visto como un simple acto de ponerse una prenda, sino como toda una decisión autónoma de cada mujer sobre su propio cuerpo. Y esto, en un mundo en el que los hombres han tenido el poder de decidir hasta sobre el cuerpo femenino, es una total revolución. Y una vez más, las mujeres rompimos paradigmas sobre el ser mujer apoyadas en una prenda de vestir.
Otro ejemplo más actual es el de Amal Clooney –uno de mis grandes ídolos a nivel profesional–. Amal no creó ni popularizó ninguna prenda, pero Amal representa una burla hecha carne y hueso de esa creencia según la cual una mujer interesada en la moda y que se viste a la moda es una ociosa que seguramente no ha desarrollado su intelecto. Amal Clooney es una de las más reconocidas abogadas de derecho internacional de los derechos humanos a nivel mundial. Ha representado a personas como la ex primera ministra de Ucrania, Yulia Tymoshenko, y el fundador de WikiLeaks, Julian Assange. Verla defender al Estado de Armenia ante la Corte Europea de Derechos Humanos es toda una delicia. Fue nombrada por Kofi Annan como asesora especial en una investigación sobre la lucha contra el terrorismo y los derechos humanos en relación con el uso de drones en tiempos de guerra, entre otros nombramientos para participar en paneles y comisiones de Naciones Unidas (uno de los cuales se dio el lujo de rechazar). Y con todo y eso, Amal Clooney es todo un ícono de la moda. Cada una de sus salidas al público es un deleite visual. Su estilo es tan elegante y sofisticado que le han preguntado hasta quién le confecciona las togas que usa cuando litiga ante la Corte Europea (como si esas togas fueran el último grito de las pasarelas). Y si bien ser todo un referente de moda no es su trabajo ni su aspiración, nada nos indica que estar en esa posición le moleste, más bien todo lo contrario. Amal, con su brillante carrera y su estilo exquisito, derriba aquella barrera entre intelectualidad y estilo. Representa a la mujer independiente y poderosa que ha construido su propio imperio con su trabajo pero montada en un par de Jimmy Choo’s que ella misma se compró.
Y podría seguir con muchos ejemplos más (el de Marlene Dietrich, Madonna y Gloria Steinem, entre otros) pero creo que para este momento mi punto es claro: la ropa puede ser una herramienta de lucha feminista si así queremos usarla. Y como la idea de este artículo es ser una guía de compras para aprovechar las rebajas de enero, quisiera atreverme a sugerir algunas cuantas formas de usar la moda para hacer una declaración feminista. Y lo primero es lo absolutamente fundamental: vístase como es usted. La forma más revolucionaria de usar la ropa es haciéndola una extensión de la esencia, particularmente en las mujeres, quienes debemos enfrentarnos a tantas reglas y limitaciones a nuestra verdadera personalidad que pocas veces podemos mostrarnos tal cual somos. Estoy segura que a los hombres nunca les han dicho “tápese que usted no es perro”, “destápese que usted no es monje”, o “vístase de negro que está muy gordo” o “no se ponga ropa pegada que se ve muy flaco”. Así que, vístase con ropa alegre si ese es su estado de ánimo, vístase con ropa cómoda si tiene pereza de aguantarse los tacones o el jean apretado, vístase como David Bowie o como Selena Quintanilla si esas son personalidades que influenciaron su juventud y que tienen un significado para usted. Y en esta misma línea, no se ponga cierta ropa solo porque la bloguera que sigue en Instagram dijo que algo estaba de moda, si esa prenda no va acorde con su personalidad o estilo.
El cuerpo de la mujer ha sido históricamente un ornamento, un objeto hecho para ser mirado y admirado, y las veces que ese cuerpo se muestra como ser humano con sensaciones y pensamientos, el mundo se escandaliza. Aprendamos, entonces, a usar la ropa para mostrarnos como dueñas de nuestros propios cuerpos y poseedoras de los cinco sentidos. Y con esto paso a una segunda recomendación: vístase para usted, para su propio cuerpo y para sostener las decisiones que usted quiera tomar sobre él. Vestirse sexy no siempre es vestirse para los hombres ni sucumbir ante la cultura machista que nos obliga a mostrarnos para alimentar su apetito sexual. Vestirse sexy también es una declaración de que las mujeres somos dueñas de nuestros cuerpos y de que través de él también disfrutamos del sexo y podemos buscarlo cuando se nos antoje para nuestro propio placer. Y al mismo tiempo, no se vista sexy si esa no es su personalidad porque las mujeres no tenemos por qué acudir a eso para ser celebradas. O mejor dicho, vístase sexy el día que le provoque y vístase matapasiones cuando así lo prefiera, y punto. En el fondo lo que hay que tener presente es que esa delgada línea entre la ropa como cárcel y la ropa como forma de liberación se cruza de lo segundo a lo primero en el momento justo en que nos ponemos una prenda solo para complacer a otros.
Y la última recomendación es una repetición del mensaje de Susan B. Anthony: para ser tomadas en serio no tenemos que dejar de ser femeninas. Esto va para quienes disfrutan el maquillarse, peinarse, usar cremas de cuerpo, hacerse masajes en el cabello y hacer todo aquello que asociamos a lo femenino. El problema del machismo es que nos ha vendido la idea de que la feminidad es símbolo de debilidad, docilidad y ociosidad, y que por lo tanto, para proyectarnos como mujeres fuertes y empoderadas debemos abandonar la feminidad. Yo sugiero cambiar la narrativa al mejor estilo de Amal Clooney: utilizar la ropa para mostrar todo lo fuerte que puede llegar a ser lo femenino.