“Dejen de quejarse y de victimizarse”. Si me dieran un peso por cada vez que oigo o leo esta frase cuando hablo o escribo desde el feminismo (o sea, todo el tiempo), podría retirarme y dedicarme de lleno a escribir en SietePolas y www.sinturaconese.com. Pero como los sueños sueños son, pues sigo escribiendo porque tengo el privilegio de hacerlo, aunque este trabajo no me mantenga, y esta vez lo hago para atacar lo que yo llamo “el mito de la victimización”.
El mito de la victimización es otro de los muchos discursos que, consciente e inconscientemente, buscan invisibilizar nuestros reclamos y callar nuestras voces. Pero ¿cómo así que victimización y por qué mito? Digamos que usted es una persona de esas que cree que el feminismo es una quejadera infinita que hoy en día ya no tiene cabida, porque ya las viejas votamos y vamos a la universidad y todas esas cosas y además está ridiculizando los verdaderos problemas, como las verdaderas violaciones (que son cosas excepcionales de todos modos, y no hay que hablar tanto de eso porque qué horror). O de pronto no, porque esa persona seguramente no lee este blog. Digamos, entonces, que usted tiene un amigo así (seamos honestos, todos tenemos un ser así en nuestras vidas al que mantenemos cerca, a veces porque nos toca y a veces porque queremos aunque en ocasiones como la de esta hipótesis se nos olvide porqué). Y digamos que cuando le dicen eso usted no está de acuerdo para nada, pero en el fondo también se pregunta que si de verdad todo es tan malo, si de verdad la cosa está tan grave y si de verdad toooodas las mujeres son víctimas de algo achacable al patriarcado y al machismo y que si no será al menos parcialmente cierto que decir que todas las mujeres son víctimas de algo le resta importancia a las que son víctimas de los más graves algos de los que suelen ser víctimas las mujeres. Entonces, querido lector, en este caso hipotético usted no estaría solo. Le confieso, aunque con esto traicione el códice de mi aquelarre feminista, que incluso entre nosotras es un tema de conversación bastante común: ¿será que estamos metiendo la pata al metérsela toda a insistir en la figura de las mujeres como víctimas de acoso, de abuso, de inequidad en el trabajo, en la repartición de labores domésticas, en el amor, víctimas del sistema en general? ¿Dónde queda el discurso del empoderamiento y la agencia femenina si vivimos presentándonos como víctimas que es, en últimas, un rol pasivo?
Y es que acá no se trata de reconocer o desconocer el hecho irrefutable de cuando una mujer, como individuo, es víctima de un crimen por razones de género (cuando es víctima de violencia doméstica, de acoso, de abuso sexual o violación, de discriminación), sino de los discursos y movimientos –estilo #MeToo y TimesUp– que se han centrado en denunciar que todas las mujeres, como grupo y como género, somos víctimas de un sistema que ha hecho que nuestros cuerpos, nuestros proyectos de vida, nuestra dignidad y nuestras vidas estén en constante peligro.
Y este no es un tema ni una discusión nueva. Desde los años 90’s algunas facciones del feminismo han criticado fuertemente al que denominan “feminismo victimizante” (victim feminism), distinguiéndolo del “feminismo poderoso” (power feminism). A este primero lo acusan de reforzar el paradigma según el cual las mujeres son seres débiles, sin agencia y en necesidad de protección. Que, además, ese «feminismo victimizante» les niega el acceso a su poder, cuando categoriza a los hombres en el espacio de la competitividad, la violencia y la posibilidad de valerse por sí mismos, negando así la posibilidad de que las mujeres también compitan (entre ellas y con ellos), ejerzan una violencia equivalente o practiquen una auto-determinación igual.
Muchos críticos del feminismo, sin haberse leído ni una sílaba sobre historia o teoría feminista, balbucean algo de este mismo argumento. Y lo usan para decir “dejen de victimizarse”, o para criticar las políticas y leyes que protegen a la mujer en particular, o como argumento en contra de programas de acción afirmativa que buscan eliminar las barreras de acceso a la educación, al trabajo o a la participación política de las mujeres.
Y en medio de ese balbuceo no ha faltado quien me lance la pregunta “pero tú de qué te quejas?” Y claro, yo, que he tenido más oportunidades, comodidades y lujos que los que la mayoría de colombianas puede siquiera imaginar, suspiro, entorno los ojos (soy pésima en disimular mis sentimientos y eso lo considero una de mis virtudes) y respondo. ¿De qué me quejo? De que aún siendo privilegiada entre las más privilegiadas, sé por experiencia propia lo que es tener que hacerme chiquitica para que los hombres que me rodean no se sientan amenazados, de que me he perdido de oportunidades y experiencias para no poner en peligro mi integridad, y he considerado decisiones radicales en mi vida para evitar situaciones de acoso. Y eso en lo macro. En lo cotidiano, me quejo de no poder caminar en paz por la calle sin que me morboseen, me quejo de las veces en que me han manoseado en el transporte público, me quejo de ser yo la responsable de la anticoncepción, me quejo de que si la anticoncepción falla haya muchos que vean el embarazo como un castigo razonable (que claramente el hombre sí puede eludir sin consecuencias),me quejo de que en una entrevista de trabajo me miren con cara de “¿y si se embaraza y nos toca pagarle la licencia de maternidad?”, me quejo de que mi mamá tenga pavor de que me devuelva sola en taxi después de la rumba mientras a mi hermano ni le pregunte con quién se devolvió, y me quejo de que su temor sea justificado y su diferenciación entre él y yo no sea ya sexista sino necesaria.
Me quejo y me seguiré quejando porque sé que si a mí me pasan estas cosas, no es mentira cuando decimos que nos pasan a todas, que todas estamos en peligro y que estamos mamadas de vivir calladas, juiciosas en nuestro sitio y asustadas. Y me quejo, precisamente, porque desde el miedo, desde la inseguridad, desde el control de nuestro comportamiento y nuestras decisiones por parte de todo el mundo menos de nosotras mismas, no hay como competir en igualdad de condiciones, no hay cómo ser dueñas de nuestros destinos, no hay cómo ejercer nuestro poder en plenitud. En pocas palabras, el reconocimiento de ser víctimas por el solo hecho de ser mujeres que tan contrario al empoderamiento parece, es en realidad su requisito principal.
Y he aquí el quid del asunto. Cuando dicen que nos dejemos de quejar o dejemos de victimizarnos (es decir, que dejemos de posar como víctimas) nos están diciendo que todo lo que denunciamos es mentira, nos están diciendo que el problema somos nosotras –por denunciar el problema– y no el problema en sí mismo. ¿Qué es esto si no una forma de mantener las cosas iguales?
Y, ¿saben qué? Decir “dejen de quejarse” o “dejen de victimizarse” es una forma de queja en sí misma, es una manera de decir: «lo que denuncias me incomoda así que deja de incomodarme”. Y esto sí que es victimizarse en el pleno sentido de la palabra: es sentirse víctima de ataque inexistente, asumir una actitud pasiva ante un problema y librarse de toda responsabilidad, es decir: “esto no me gusta pero no es conmigo o no quiero nada que ver con ello”.
Y muchas veces, los grupos y movimientos feministas hemos empezado a adoptar esa actitud de impartir y compartir nuestra lucha desde un discurso que incomode lo menos posible, porque, obvio, incomodar es muy difícil y genera mucha resistencia. Y, entonces, nos preguntamos si no será mejor estrategia volver a insistir en la super mujer (y así super recargarnos de responsabilidades –en la casa, en el trabajo, en la familia, en los estudios–sin que los problemas de fondo cambien) en lugar de seguir dándole cuerda a nuestra condición de víctimas.
Yo, personalmente me rehúso. Mi poder lo ejerzo porque me reconozco víctima de un sistema que crea y cría a unas como víctimas y a otros como victimarios para luego decirnos que somos unas victimistas odia hombres por constatar esta realidad. Mi poder lo ejerzo siendo la piedra en el zapato de los que quieren evadir su responsabilidad y participación en este sancocho de universo que se llama patriarcado. Como poderosísima víctima, he dicho.
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