¿De qué hablamos cuando hablamos de empoderamiento femenino?

por: SinturaConEse

¿De qué hablamos cuando hablamos de empoderamiento femenino? Una búsqueda rápida del término en Google arroja páginas y páginas de resultados sobre mujeres en el poder: perfiles de primeras ministras, altas ejecutivas, exitosas emprendedoras. Pero, ¿es acaso ese tipo de poder el poder al que aspiramos todas las mujeres que nos la jugamos por un mundo de mujeres poderosas? Mucho me temo que no.

Entonces, ¿en qué consiste el empoderamiento femenino?

Mientras reflexionaba sobre este tema me enviaron un artículo de Andi Zeisler, fundadora de BitchMedia, sobre la “crisis de las malas feministas”. “Malas feministas” según la definición que popularizó Roxane Gay en su colección de ensayos “Bad Feminist”. Es decir, las feministas contradictorias y conflictuadas, las que sabiendo todo lo que saben, leyendo todo lo que leen y luchando por todo lo que luchan también toman decisiones que contradicen toda su filosofía de vida. Y que se dan cuenta de que esos conflictos y contradicciones no invalidan sus reclamos; que toman conciencia de que la humanidad que el mundo le niega a las mujeres se reclama, precisamente, al dejar de exigir que seamos menos humanas y menos imperfectas de lo que somos.

En su artículo, Zeisler se pregunta si es necesario y beneficioso para el movimiento feminista que tantas hablemos, pública y abiertamente, de todas las formas en que no somos precisamente feministas. Habla de cómo las publicaciones de las malas feministas (“Me gustan los piropos callejeros, soy una mala feminista?” ,“Soy una mala feminista: aspiro a casarme, tener hijos y ser ama de casa” o “Puede una feminista ser editora en jefe de una publicación de belleza?) son síntoma y consecuencia del “choice feminism” (feminismo de elecciones), aquel que sostiene que todo aquello que una mujer elige es feminista porque ella lo elige. Me da risa pensar en lo que diría Zeisler sobre nuestra versión criolla de estas publicaciones que no deja de aparecer en internet y que el fin de semana pasado dio el salto a la página impresa en el periódico de mayor circulación en Colombia: ¿puede gustarle el reguetón a las feministas?

Menciono el artículo de Zeisler para hablar del significado del “empoderamiento femenino” porque me permitió llegar al meollo de este cuestionamiento: para mí es clarísimo que el poder femenino no consiste exclusivamente en aspirar y lograr alcanzar altos cargos en la política, la empresa privada o el liderazgo social. Pero cualquier otro esfuerzo por definir lo que es poderoso en una mujer suele llevar a lo mismo a lo que llega el ‘choice feminism’: todas las mujeres son poderosas en todo lo que hacen porque son mujeres. Y no. Cuando una cosa es todo, no es nada.

A la vez, leer a Zeisler me permitió profundizar en mis reflexiones porque, aunque estoy de acuerdo en su crítica del “choice feminism”, no comparto del todo su punto de vista sobre la crisis de las “malas feministas”. Por el contrario, es en mi experiencia como “mala feminista bloguera” que escribe sobre youtubers, reggaetón, y telenovelas como expresiones feministas, que he podido responder a la pregunta sobre el significado de “empoderamiento femenino”.

Para mí el empoderamiento femenino es, por necesidad y por definición, un asunto colectivo. Que claro, ve su mayor incidencia en la vida personal y en las decisiones individuales de las personas. Pero que no existe si no tenemos conciencia de que todas nuestras decisiones, por libres y autónomas que sean, ocurren en un ámbito social (y dependen y responden a los condicionamientos de ese ámbito) pero también inciden y transforman ese ámbito social. Y esa es la vara con la que mido si una acción es feminista o no lo es y si una decisión es empoderadora o no. Si una decisión personal que no sea propiamente feminista (como casarse de blanco, renunciar al trabajo y dedicarse a los hijos, reproducir una canción que dice que “está medio gordita pero…eso en cuatro no se ve”) se toma con la plena conciencia de que viene de unos condicionamientos sociales de los que, a gran escala, nos queremos liberar, entonces puede ser un acto político enriquecedor para el movimiento. (Hago esto por X razones, sé cuánto de esto depende de mí y cuánto del medio que habito, pero lo hago y decido al menos tener una actitud reflexiva al respecto). En ese caso, una acción no feminista no deja de ser empoderadora, tanto para la mujer que la toma como para aquellas que la rodean. Ahora, lo completamente contrario también es cierto. Una acción eminentemente feminista (apoyar el aborto u oponerse a la subordinación económica de la mujer en la familia, por ejemplo) deja de serlo cuando se pretende imponerla como decisión individual a todas las mujeres, o al menos a todas las mujeres que quieran llamarse feministas.

Hasta aquí, creo que Zeisler estaría de acuerdo conmigo. En lo que discrepamos es en que sea posible tener esa conciencia de colectividad y de pluralidad sin las expresiones de las “malas feministas”. De hecho, mi propia experiencia me ha demostrado que mi crecimiento personal como feminista y, sobre todo, la construcción de una comunidad que me permite una mayor conciencia colectiva y pluralista, ha emergido precisamente de esas expresiones. No podemos pretender que el feminismo crezca si no estamos dispuestas a permitir su vulgarización. ¿Van a transformar el pensamiento feminista las mujeres que escriben sobre la contradicción entre ser feminista y ponerse tetas o ser feminista y soñar con que le pongan el diamante más grande del mundo en el dedo? Probablemente, no. Pero van a contribuir a llevar el lenguaje feminista a donde no había llegado antes y van a compartir ese lenguaje con otras mujeres? Estoy segura de que sí.

Por supuesto, no niego que haya que nutrir este “mal feminismo” con otras cosas. No estaría acá de no ser porque estudié el feminismo desde la academia, de no haber leído teoría de género, teoría feminista y teoría queer. Pero tampoco habría llegado a toda esa teoría de no ser por Jane Austen y las hermanas Brönte, que por mucho que hoy las veneremos, fueron consideradas por muchos de sus contemporáneos como autoras menores que escribían novelitas de amor para mujeres desocupadas (nada muy distinto del tropo de las “malas feministas” si se me permite esa osada comparación).

Pero además, solo llegué a entender hasta qué punto todo lo que había leído se aplicaba directamente a mi vida y a mis decisiones como cuando empecé a escribir sobre la discrepancia entre ese feminismo de biblioteca y mis decisiones del día a día. Y no me ha pasado que entiendan mejor las razones por las que estoy metida en esto de cabeza cuando hablo de Butler y Friedan que cuando escribo sobre mis exnovios o mi afición a los tacones.

Obviamente no pretendo que la superación del machismo y el patriarcado dependa de que todos nos encerremos en una cueva a leer teoría, o incluso, novelas de escritoras y luego terminemos escribiendo un blog feminista. Y tampoco me parecen más idóneas las mujeres que se lanzan a declararse feministas y escribir sobre temas de género sin haber tocado jamás la teoría o la historia que están en la base de esta lucha, pero que lo hacen a partir de sus experiencias más banales. Pero me parece que cada una o, mejor aún, el mix de ambas puede lograr lo imposible.

En otras palabras, lo que me parece indispensable para llamarse una mujer empoderada es no solo creer en la causa feminista sino crecer en la causa feminista. Y la única forma de hacerlo es en comunidad, como parte del colectivo y con una conciencia del pluralismo que puede contener ese colectivo. Y allí se puede llegar por múltiples caminos. Lo sé, por que lo he visto y me lo han dicho, que muchas han llegado hasta acá por mi columna de reggaetón y no por mi maestría en Literatura y mi especialización en estudios de género. Y además, yo que ya creía plenamente en la causa, he crecido en ella con mujeres reguetoneras y con las que odian el reguetón, con las feministas fashionistas y las feministas enemigas de la moda y el maquillaje, con las de tetas de silicona y las que sufren con su sobrepeso. Las feministas de biblioteca, entre quienes transcurre mi vida, quienes me dictan clase y a quienes les dicto clase ya saben todo esto, ya estamos de acuerdo. Crecemos juntas, pero de otras formas y muchas veces crecemos más rápido cuando nos sentimos poderosas al usar maquillaje, operarnos la nariz y gastarnos nuestro sueldo de pensadoras feministas en carteras y gimnasios. Porque lo compartimos, porque lo hablamos y lo cuestionamos. Por eso es empoderador, aunque no sea feminista.

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