Les estamos fallando a las victimas de violencia doméstica

En julio del 2017 me mudé a un nuevo apartamento. Estaba feliz. Me mudé con mi novio y nos moríamos de la emoción. Era pleno verano y estaba haciendo mucho calor. Como los apartamentos en Francia no tienen aire acondicionado, dejábamos las ventanas abiertas todo el día, rogando para que entrara un poco de viento.

Y de repente, algunas semanas después de mudarnos, empezó. Nuestro vecino, que vivía en la casa exactamente al lado de nuestro apartamento y quien también tenía las ventanas abiertas para escapar del calor, empezó a gritarle a su esposa.

Digo empezó, porque fue la primera vez que lo escuchamos. Pero no era la primera vez que le gritaba a su esposa, pues algún tiempo después aprendimos que llevaba años haciéndolo. Que lo hacía cuando bebía demasiado, que era casi todo el tiempo. Que era más fácil escucharlo en verano cuando todos teníamos las ventanas abiertas, pero que sus ataques no disminuían en invierno.

Pero antes de aprender todo esto intentamos, ingenuamente, hacer algo. Un día decidimos llamar a la policía y nuestra conversación con el agente fue algo así:

– ¿Escuchan muebles moviéndose?

– “No.”

– “Escuchan a la señora gritar por ayuda?”

– “No.”

– “Vuelvan a llamar en 10 minutos si el señor sigue gritando”.

Y resulta que diez minutos después, nuestro vecino había pasado a hacer otra cosa y ya no se escuchaban los gritos.

 

Al día después repetimos este extraño ritual. El vecino empezó a gritar. Amenazó a su esposa que la iba a obligar a irse de la casa. Le preguntó que a dónde se iba a ir si a ella nadie la quería. La insultó por no complacerlo sexualmente. Y nosotros llamamos a la policía. Y la policía nos preguntó:

– ¿Escuchan muebles moviéndose?

– “No.”

– “Escuchan a la señora gritar por ayuda?”

– “No.”

– “Está bien, enviaremos una patrulla a investigar.”

Quince minutos después la policía nos llamó y nos dijo que cuando pasaron frente a la casa no se escuchaban gritos, entonces los agentes no podían hacer nada más. “Vuelvan a llamar si el señor empieza a gritar de nuevo”, nos dijeron.

Tuvimos algunas semanas de calma, en las que casi logramos olvidarnos de nuestro vecino y luego todo volvió a comenzar. Las primeras veces no haciamos nada, esperamos a que se calmara. Uno de esos días me crucé con otro de los vecinos (quien era además el dueño de nuestro apartamento) y le pregunté sobre los gritos. Sí, me dijo. Él sabía que esto pasaba. Pero no me tenía que preocupar, me aseguró, es solo cuando toma y se la pasa rápido. Lo mejor era ignorarlo. Pero luego hubo un ataque especialmente violento. Escuchábamos gritos, insultos, puertas que se abrían y se cerraban. El vecino trató a su esposa de puta, de estúpida, de buena para nada. La amenazó otra vez con obligarla a irse. Le repitió que nadie la quería. Y en medio de este nuevo ataque volvimos a llamar a la policía.

Esta vez la policía llegó. Al cabo de 10 minutos recibí una llamada en la que me pedían que bajara. Cuando salí encontré tres policías armados, que me esperaban frente a la casa de la víctima. Desde donde estábamos los podía ver a los dos, al vecino y a la mujer parada detrás de él. Uno de los policías me condujo a la esquina donde no nos podían ver y me pregunto si era yo la que había llamado. Yo le dije que sí. Me dijo que desafortunadamente no podían hacer nada, porque cuando habían tocado a la puerta la mujer salió y, por voluntad propia, dijo que todo estaba bien. Ella misma negó que algo estuviera pasando. “Si ella no denuncia a su esposo, nosotros no podemos hacer nada, aunque suene frustrante,” me explicó. “Lamentablemente no sabemos cómo más manejar situaciones de este tipo”.

Me dijo además que el vecino sabía que éramos nosotros los que habíamos llamado, porque todas las demás familias del vecindario se habían ido de vacaciones. “Tenga cuidado con ese señor y si se llega a sentir amenazada, llámenos”. Y se fueron.

Fue una de las peores noches de mi vida. En vez de calmar la situación, o asustar a nuestro vecino, la llegada de la policía solo empeoró su violencia. El dueño de nuestro apartamento nos reclamó que hubiéramos llamado a la policía y nos dijo “les dije que era mejor que lo dejaran calmarse solo”. Y yo pasé varias semanas cerrando con llave puertas y ventanas, yéndome temprano y llegando tarde para que el vecino no me viera y cargando un sentimiento de culpa inmenso por haber hecho la vida de mi vecina aún más difícil.

Después de este fallido intento con la policía intentamos otras cosas. Llamé a una línea gratuita para víctimas de violencia doméstica y la operadora me dijo que aparte de intentar hablar con mi vecina había poco o nada que pudiera hacer. Contactamos al trabajador social de la alcaldía, quien nos preguntó si habíamos intentado llamar a la policía. Imprimí un panfleto dedicado a las víctimas de violencia doméstica y lo dejé en el buzón de todos nuestros vecinos (por miedo a que el vecino supiera que era un mensaje para su esposa). Le sonreí a la vecina cuando la vi pasar. Pero nada de esto ayudó en lo más mínimo a la situación.

En septiembre del 2018, un poco más de un año después de haber llegado a nuestro primer apartamento, nos volvimos a mudar. Nos fuimos para dejar atrás los gritos y las amenazas y para dejar de sentir responsabilidad y culpabilidad. Nuestros nuevos vecinos tienen una hija que toca piano y ese es el único ruido que escuchamos desde nuestro apartamento. Pero de vez en cuando pienso en mi primera vecina. Mi vecina. Y me siento igual de culpable.

Todo esto sucedió en Francia. Un país que tiene leyes fuertes para proteger a las mujeres. Y lamentablemente pasa también en Colombia, a pesar de que la legislación de nuestro país no tiene nada que envidiarle a otras legislaciones. La ley 1257 del 2008 (que celebró ayer 10 años de su promulgación) constituye un marco normativo ejemplar para la prevención, protección, atención y sanción de todas las formas de violencia contra la mujer. La ley 1542 de 2012, por su lado, trata específicamente los casos de violencia intrafamiliar. Y sin embargo el informe que la Mesa por el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia publicó en el 2013 sobre la implementación de la ley 1257 del 2008 concluyó que la falta de desarrollo y aplicación efectiva de la ley ha tenido como consecuencia la “ausencia de impacto real en la situación de las violencias contra las mujeres”. ¿Por qué?

¿Por qué, aun teniendo un marco legal tan fuerte, la violencia doméstica sigue siendo una pandemia en Colombia y el mundo? El problema es que las leyes, a pesar de haber sido construidas específicamente para atender el problema de las mujeres víctimas de violencia, no entienden la complejidad de situaciones que enfrentan las víctimas. La ley, como la sociedad que la construye, está llena de prejuicios. Prejuicios sobre el rol de la mujer en la familia. Prejuicios sobre cómo debe comportarse una víctima. Prejuicios sobre cómo debe comportarse un victimario. Prejuicios que en su mayoría son machistas y que nos impiden solucionar el problema.

Las víctimas de violencia conyugal, de violencia sexual, de chantaje o extorsión sexual y de muchos otros tipos de violencia de género no se comportan necesariamente como la víctima “ideal”. Es usual ver en sentencias judiciales (como la sentencia de “la manada” o la reciente sentencia que absuelve de violación y asesinato a los victimarios de Lucía Pérez) que los jueces describen actos de la víctima para cuestionar su carácter. Lucía usaba drogas y había tenido relaciones sexuales con hombres mucho mayores que ella. La víctima de la manada estaba borracha y sola, y no gritó mientras la violaban. Y al resaltar estos hechos, los jueces resaltan que las víctimas están en una zona gris, no son perfectas, y en consecuencia es fácil sentir que lo que les pasó fue su culpa. La víctima ideal es un estereotipo inexistente pero la justicia se construye alrededor de ella.

Cabe aclarar, además, que lo que socialmente entendemos como una víctima ideal o un prototipo de víctima suele estar guiado por cómo se comportan los hombres cuando son víctimas. La ley está construida con base a la experiencia masculina, que se entiende como neutra, e ignora los daños que son específicos a las mujeres. Por eso nos queda tan dificil entender que una víctima de violencia doméstica o de violación no denuncie a su agresor, a pesar de que sea un comportamiento muy común ante este tipo de violencia.

Y entonces, a pesar de nuestras leyes, la realidad es que no sabemos cómo lidiar con estas situaciones. ¿Qué hacer en los casos en los que la víctima no quiere o no puede denunciar? La respuesta legal e institucional se queda corta ante la realidad social. A pesar de que gracias a la Ley 1542 de 2012 la violencia intrafamiliar no es querellable (es decir que la fiscalía puede investigar sin que la víctima haya denunciado, y cualquier tercero puede denunciar casos de maltrato), la impunidad sigue siendo muy alta. A pesar de que la ley 1257 de 2008 obliga a todos los ciudadanos a denunciar casos de violencia de género de los que son testigos, la verdad es que la violencia doméstica sigue siendo vista como un problema privado en el que no nos tenemos que meter.  A pesar de que la ley prevé que se trabaje en la prevención y resolución de casos de maltrato, todavía no sabemos cómo lidiar con las situaciones en las cuales la víctima no denuncia.

Pero además, en necesario insistir en el hecho de que las instituciones que existen para manejar los casos de violencia doméstica están llenos de prejuicios machistas. Prejuicios sobre cuál es el rol de la mujer en la familia, y en consecuencia que constituye y que no constituye violencia. Como lo señaló Sisma mujeres en su reporte sobre la ley 1257 publicado en el 2016, hay una “vigencia y prevalencia de una “política de enfoque familista”, con foco en el lugar y rol de las mujeres en el escenario familiar, sin consideración a su calidad de sujetas de derechos, y la consecuente falta de voluntad política para la adopción de medidas afirmativas a favor de las mujeres, con base en el principio de no discriminación”.

Para darles un ejemplo concreto de lo que esto significa, cuando se estaba debatiendo la ley 1542 de 2012 que, entre otras cosas, le quita a la violencia intrafamiliar el carácter de conciliable, muchas personas protestaron que hacer esto era un atentado contra la familia. El Coordinador del Área de Capacitación y Desarrollo del Instituto de Victimología de la Universidad Santo Tomás, por ejemplo, publicó un artículo que decía Rechazo, como el que más, los actos criminales espantosos que se vienen presentando en el país y creo que todos aquellos que se desvían de las normas protectoras merecen su condigna sanción, pero de ahí a aceptar que todo acto de violencia en el hogar, por mínima que sea, se convierta en presidio y no se permita la reconciliación sin importar si es posible, si se rescatará la unidad familiar, ni si se mantendrá la economía que lo hace sustentable, no puedo aceptarlo”.  En otras palabras, la violencia intrafamiliar es terrible, sí, pero no lo suficientemente terrible como para meritar separar una familia. La mujer no es en su individualidad, sino en su rol dentro de la familia.

Finalmente, las leyes que tenemos han hecho poco para cambiar el imaginario social que permite la violencia doméstica. En una encuesta realizada a 2876 familias en Colombia en el 2016 el 50% de los entrevistados respondió que la violencia es justificada cuando la víctima “lo merece”. El 90% respondió que “la ropa sucia se lava en casa y por eso es mejor guardar silencio ante cualquier tipo de agresión”. Y a pesar de esto, el 70% también considera que el maltrato es culpa de la víctima si esta no denuncia.

Al final del día, la realidad sigue siendo que una mujer es agredida por su pareja en Colombia cada 13 minutos. Vamos a paso de tortuga. Necesitamos un compromiso social e institucional mucho más importante si queremos reducir estas cifras escandalosas. Y tenemos que, sobre todo, dejar de ser cómplices.

 

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