El día que llegué a Fonseca la última vez que fui de vacaciones un episodio de mucha indignación feminista me dio la bienvenida. Estaba en el carro con mis hermanos y de repente el largo de los shorts de una primita de 15 años se volvió tema de conversación. Yo, con entereza y algo de indignación, les decía que era muy machista fiscalizarle el largo del short a las mujeres, que estábamos normalizando la sexualización de una niña, que nadie decía lo mismo cuando un niño de 15 años llevaba shorts tan cortos. Y al decir todo eso, mi hermana sólo me decía que no era para tanto, que por qué me ponía así, que me calmara, y hasta ahí llegó la conversación. Yo, por mi parte, no me sentía rabiosa ni exaltada, sino simplemente conversando sobre algo que me indigna con la pasión con la que hablo de esas cosas.
Un par de días después entendí que a mis hermanos no les molestaba que alguien hablara fuertemente sobre algún tema que les indignara, sino tal vez que lo hiciera yo. Estaba en la sala de mi casa con mis papás, mis tíos y mis hermanos hablando de política una tarde, y vi a mi papá, a mi tío y al novio de mi hermana hablar tan fuerte y apasionadamente como lo había hecho yo en el carro hablando del short de mi primita. Y nadie les dijo que se calmaran, que no se exaltaran, que no era para tanto, ni la conversación se acabó porque sintiéramos que alguien se había ofendido. Al parecer, para ellos y para todos los que participabamos de la conversación era claro que era una cuestión de estilos al hablar, que hay personas que hablan así… solo, al parecer, no yo. Lo mío no era mi estilo. Yo me había puesto rabiosa.
Este episodio que viví, que vivo y que vivimos las mujeres con fastidiosa frecuencia se conoce en el bajo mundo del patriarcado como “fiscalización del tono”. Se trata de un doble estándar bien descarado en la forma en que apreciamos o interpretamos el tono en el que hablamos hombres y mujeres, donde castigamos más fuertemente el uso de las emociones en el discurso expresado por mujeres que en el de los hombres. Mientras que un hombre que habla con fuerza, vehemencia, mostrando la indignación o preocupación que le genera el tema del que habla, o cuestionando sin rodeos a los responsables de un problema, lo percibimos como una autoridad, a una mujer que hace exactamente lo mismo la percibimos con mayor facilidad como una exagerada, grosera, histérica o malfollada. Con ello terminamos invalidando lo esencial de las ideas y legitimando su exclusión del debate público. Por eso, la fiscalización del tono es una de las formas más sutiles y efectivas de silenciar a las mujeres y mantenerlas alejadas del espacio público y el poder.
La fiscalización del tono es el diario vivir de las mujeres en la política o en el ejercicio público. Durante su campaña presidencial, luego de ganar las primarias democráticas en varios estados de Estados Unidos, Hillary Clinton dió un discurso en el que habló apasionadamente sobre el sistema de salud, la seguridad social y la desigualdad salarial. Sin embargo, en redes sociales lo más llamativo de su discurso fue su tono y su expresión facial. Muchos salieron a decirle que sonriera, otros a decirle que no gritara, que un tono más conversacional hubiese sido ideal y que su voz era demasiado chillona. Clinton resaltó lo paradójico de este tipo de críticas, al revelar que si bien entendió desde jóven que debía controlar sus emociones para evitar ataques en su contra, ahora estos ataques vienen por no verse lo suficientemente sensible o suave. Por otra parte, el comentario sobre su voz recuerda al caso de Margaret Thatcher, quien al comenzar su carrera política tuvo que tomar clases para agravar el tono de su voz y así generar una percepción de autoridad al hablar en público. En Colombia, a Claudia López no la bajan de loca, gritona, histérica y vulgar, y culpan a su tono de no poder terminar debates en el Congreso. A Paloma Valencia, por su parte, la comparan con la famosa “loca de las naranjas” de la campaña presidencial de Óscar Iván Zuluaga. Y nada de esto es un jueguito, porque el 63% de las mujeres que hacen política en Colombia son víctimas de distintas formas de violencia de género, como la violencia simbólica que es hacer callar a las mujeres censurándoles la palabra o ridiculizándolas en público y diciéndoles “histéricas” para invalidar sus ideas.
Lo que más me molesta de todo esto es que a los políticos hombres que utilizan un tono similar nadie les dice locos, gritones o histéricos, sino “berracos” y bien plantados. Los grandes oradores políticos de la historia, como Barack Obama, Winston Churchill, John F. Kennedy, Martin Luther King, Fidel Castro, Juan Domingo Perón y hasta el mismísimo Hitler, todos hablaban apasionadamente frente al micrófono, todos gesticulaban notablemente, todos hablaban duro y todos se escaparon de críticas por usar un tono demasiado fuerte o por no sonreír.
Este doble rasero tiene una explicación tan vieja como la cultura occidental. En “Mujeres y poder: Un manifiesto”, Mary Beard muestra que desde la Antigüedad y a lo largo de nuestra historia, la esfera pública –es decir, el ámbito donde habitan los asuntos de interés común y se gesta la opinión pública, al que se accede mediante el discurso y la oratoria– ha sido un espacio construido a la medida de la masculinidad. Beard sostiene que “el discurso público y la oratoria no eran simplemente actividades en que las mujeres no tenían participación, sino que eran prácticas y habilidades exclusivas que definían la masculinidad como género”. De hecho, en la Antigüedad, la apropiación del discurso y debate sobre asuntos públicos se consideraba una manifestación de la maduración de un niño a un hombre, pues la oratoria pública era un atributo fundamental de la virilidad. Entonces, “una mujer que hablase en público no era, en la mayoría de los casos y por definición, una mujer”, afirma Beard.
La exclusión de las mujeres de lo público también se debe a otro binario pendejo: el binario razón/emoción. Hemos heredado y asumido una supuesta verdad, que viene desde el mundo clásico, según la cual la razón, la joya del pensamiento occidental, se contrapone a la emoción. Entonces, pensar lógicamente y hallar la verdad mediante la razón implica despojarse de toda emocionalidad que pueda nublar la objetividad. Y al igual que el discurso público, la razón ha sido tradicionalmente una cualidad masculina, siendo entonces las mujeres las “sentimentales por naturaleza”. Y si somos sentimentales por naturaleza, somos “por naturaleza” menos capaces de pensar lógica y objetivamente, y por ende, poco dignas de asumir las riendas de algo tan serio e importante como la política y los asuntos públicos. Es con esta asunción arbitraria que las mujeres fuimos excluidas durante siglos del espacio público y relegadas al espacio y los asuntos privados, el hogar.
Sin embargo, volviendo a los grandes discursos de la historia, ninguno de esos discursos estuvo exento de emociones y pasiones. Nadie describiría el discurso de Martin Luther King de “I have a dream” (“Yo tengo un sueño”, en español) como un discurso particularmente seco, frío, racional. De hecho, más bien todo lo contrario. Y por eso es que es tan hipócrita excluir a las mujeres del dominio público bajo la excusa de ser intrínsecamente sentimentales, siendo que los hombres que han pasado a la historia nos han dejado muestras de oratoria cargadas de emocionalidad. Lo que me lleva a concluir que más que demonizar la emoción como el fin de la razón, lo que nos molesta es la emocionalidad cuando esta proviene del discurso de una mujer.
Veamos el ejemplo del recién electo juez supremo de Estados Unidos, Brett Kavanaugh. Luego de haber sido nominado para ser juez, varias mujeres acusaron a Kavanaugh de haberlas acosado sexualmente. Para la audiencia de confirmación, el Senado decidió oir el testimonio de Kavanaugh y de una de sus víctimas, Christine Blasey Ford. Mientras que Kavanaugh rindió su testimonio entre lágrimas y varios picos de rabia, Blasey Ford mantuvo la calma y se tragó las lágrimas durante toda la sesión. El asunto terminó en que, por más convincente que fuera el testimonio de Blasey Ford en la opinión pública (excepto por los políticos y la prensa republicana), las denuncias no fueron suficientes para que el Senado rechazara la nominación de Kavanaugh y evitar que un potencial abusador se posesionara en la más alta corte de Estados Unidos.
Para Zoe Chance, profesora de marketing de la Universidad de Yale, ambos hicieron lo correcto en términos de persuasión. Mientras que mostrar lágrimas y rabia fue una estrategia acertada para Kavanaugh, mantener la calma fue acertado para Ford. Esto se debe a que, por un lado, cuando un hombre muestra sus emociones, asumimos que está atravesando por situaciones difíciles y eso nos genera empatía. La rabia en los hombres es percibida como algo circunstancial, es decir, se la atribuimos a las circunstancias y no a la persona en sí misma. De allí que si manifiestan algún sentimiento en su discurso es porque algo les pasa, porque algo legítimamente les produce esa rabia, y en definitiva, les creemos. Por eso la rabia en los hombres genera credibilidad y transmite autoridad. Por el contrario, la rabia en las mujeres se percibe como “disposicional”, es decir, que no proviene de las circunstancias, no es generada por algo externo a ellas, sino que es un asunto de ellas, de una predisposición natural, de que son así por definición, “sentimentales por naturaleza”. De allí que le restemos credibilidad a lo que dicen las mujeres y que haber permanecido en calma hubiese sido una estrategia adecuada para Blasey Ford en el Congreso de Estados Unidos. Esta atribución que hacemos de los comportamientos de las personas a circunstancias o predisposiciones se llama en psicología social el “error de atribución fundamental”, y desde hace rato algunos estudios han mostrado la incidencia que tienen nuestros prejuicios de género, más que la evidencia científica, en la atribución que hacemos de los comportamientos de hombres y mujeres.
Entonces, ¿por qué a Hillary Clinton le dicen gritona y a Obama no? ¿Por qué a Claudia López le dicen histérica y nadie le dice lo mismo a Uribe o a Petro? Puede ser porque seguimos tan desacostumbrados a ver mujeres en posiciones de poder que todavía veamos a las presidentas, primeras ministras y CEOs de empresas como unas usurpadoras de una posición que desde el inicio fue una medida de masculinidad. Puede ser porque cuando las mujeres hablan apasionadamente se asume que sus emociones no son legítimas, no se deben a algo que razonablemente cause esas emociones, sino que se trata de una exageración que viene de ser naturalmente más sentimentales. Puede ser una combinación de estos factores. Pero el asunto es que a punta de decirle a las mujeres, “cálmate, no es para tanto, deberías usar un tono más conversacional”, estamos haciendo algo no solo injusto –pues no le decimos lo mismo a los hombres– sino algo profundamente perverso: estamos desviando la atención de lo esencial, les estamos diciendo que sus reclamos son infundados, estamos invalidando sus ideas y en últimas la participación de las mujeres en la esfera pública. La fiscalización del tono no es nada inocente. Es un mecanismo de protección del privilegio, porque solo desde el privilegio, desde aquella cómoda posición donde no nos alcanza la frustración que genera la discriminación, podemos juzgar la frustración de otros como mera exageración o histeria.
Yo particularmente estoy cansada de tener que decir “no tengo rabia, es que yo hablo así” cada vez que entro a debatir con alguien sobre asuntos que me importan. Las personas suelen ver rabia en mi tono cuando en realidad lo que pasa es que yo hablo apasionadamente de los temas que me apasionan. Cuando hablo, por ejemplo, del cambio climático, la migración venezolana en Colombia o el proceso de paz, el volumen de mi voz es más alto, hablo más y más rápido, gesticulo más, no sonrío y prescindo de eufemismos. Así hablé el día de la conversación sobre el short de mi primita. Sin embargo, mis hermanos asumieron que me había dado rabia y eso bastó para dejar de hablar y lidiar con el machismo de sus comentarios.
Mi forma de hablar es lo que explica que la gran mayoría de veces que los hombres me han preguntado sobre feminismo, comiencen asegurándome que no lo hacen por atacarme. Asumen sin más que cuestionarme es ofenderme, solo porque saben que mi respuesta no tendrá la misma amabilidad, impasibilidad y mamadera de gallo con la que suelo hablar de otros temas menos “serios”. De hecho, una vez un personaje, sin siquiera haber comenzado a hablar del tema, ya me había dicho: “¿estoy hiriendo tus sentimientos? Es que pareces sensible al tema… tranquila, ¿ves? Ya estás a la defensiva, ese es el tema con las activistas, siempre están a la defensiva”.
A ver si resolvemos el asunto de una vez: no, mi estilo apasionado para hablar de lo que me apasiona no es rabia. Dejemos de exigir que todo lo que diga una mujer venga con sonrisas, carisma, disculpas anticipadas o frases como “no se si esto esté correcto, pero…”, “¿si me hice entender?” o “¿tiene esto sentido para ti?”; y dejemos de asumir que cuando no hablamos así es porque estamos furiosas. Aprendan a oír pasión y no rabia en los discursos de las mujeres o van a seguir perpetuando nuestra exclusión del debate público.
Y menos aún esperen que les hable calmadita cuando hablo de cómo a las mujeres nos violan sistemáticamente, nos pagan injustamente, nos mutilan los genitales, nos explotan laboralmente, nos obligan a ser madres y a morir en abortos clandestinos, nos obligan a casarnos cuando somos niñas, nos niegan la comida y nos mantienen en desnutrición. Estas cosas dan rabia. Deberíamos poder hablar desde la rabia cuando lo que denunciamos no da para menos. ¿Acaso esperan que a punta de sonrisas les pidamos el encarecido favor de que dejen de violarnos? Exigirnos que dejemos de hablar con rabia de estas cosas que no producen sino rabia es simplemente deshumanizante.
En fin: Dejen de fiscalizar mi tono y dejen de evadir las injusticias de las que hablo. Y punto.
Vanessa sos la más. Te amo por este post. Increíble pensar las veces qu me he sentido realmente como una loca por defender los ideas con pasión. Las veces que me he comido el cuento de mi supuesta histeria. Acabas de quitarme el velo de la ignorancia con este post. No permitiré nunca más era fiscalización de mi tono de voz.
Gracias por compartir!!!
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Que buen artículo Vanessa! Me encanta que se genere contenido que nos ayuda como sociedad a ser mejores, a ser más consientes de cómo funcionamos, de nuestras emociones, entender que esta bien sentirlas y expresarlas, y ante todo a respetarlas así tal cual llegan; y que definitivamente no es una cuestión de género. Me encanta sentir que puede haber un cambio positivo hacia el aceptarnos tal cual somos, apoyarnos y educarnos más, tanto hombres como mujeres, y simplemente entender la fortaleza que hay en nuestras diferencias. Bien por tu discurso para hacernos más conscientes!
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