por: SinturaConEse
Un unicornio bebé muere cada vez que una feminista dice que los hombres deben “renunciar a sus privilegios”, o cada vez que una persona homosexual se lo dice a una heterosexual. Se mueren cien cada vez que un hombre cree que ha renunciado a sus privilegios y que eso lo hace un aliado del feminismo y fallecen en igual volumen cuando una persona heterosexual cree que ha renunciado a los suyos. No se mueren doscientos sino mil cuando el sujeto del primer ejemplo es el mismo del segundo.
Que se escuche fuerte y claro hasta el fondo del salón: NO ES POSIBLE RENUNCIAR AL PRIVILEGIO.
Seré particularmente dura y categórica frente a este asunto, precisamente porque es algo que me costó mucho entender y que aún hoy debo recordarme cada vez que pienso o hablo sobre esta palabra hoy popularizada pero poco comprendida: el privilegio. Y sé que no estoy sola en esto. Sé que las personas que leen este blog están, en su inmensa mayoría, alineadas con o, por lo menos, interesadas por el pensamiento feminista. También sé, porque lo veo todos los días en redes sociales, que esas mismas personas – feministas en proceso de exploración tanto como las feministas ya curtidas en su pertenencia al gremio – acuden al concepto de “renunciar al privilegio” cuando se dirigen a los hombres o cuando hablan de sus propios privilegios.
No tengo pruebas pero tampoco dudas de que todas las Polas hemos sido, en más de una ocasión, la que sale con el slogancito de “hay que renunciar a los privilegios”. En pocas palabras, dudo mucho que alguien acá se salve de ser un asesino de unicornios.
Una rápida vuelta a lo básico: ¿qué es el privilegio?
Se trata de las posibilidades u oportunidades que tienen las personas de un grupo que no tienen o que disfrutan en menor medida las de otro grupo por marginalizado, oprimido y/ o estigmatizado. Se trata, además, de posibilidades y oportunidades que no resultan directa y/o exclusivamente del esfuerzo individual. Se habla, por ejemplo, del privilegio blanco en un mundo racista, del privilegio heterosexual en un mundo heteronormativo, homfóbico y transfóbico, o del privilegio masculino en un mundo patriarcal y misógino. Hasta aquí, todo bien. Lo que se nos olvida a menudo es que, igual que sucede con la opresión, el privilegio también es interseccional. Es decir, se pueden tener muchos privilegios a la vez y en la unión de esos privilegios estos no solo se suman sino que se potencian entre sí. Así mismo, casi todas las personas pertenecemos, simultáneamente, a grupos privilegiados y marginalizados y navegamos en ese delta de opresiones y privilegios en todos los momentos de nuestras vidas. Otro asunto poco comprendido es que es posible que los privilegios cambien o se pierdan e, incluso, que fluctúen. Por ejemplo, mi nivel de privilegio en Colombia, como mujer mestiza de piel clara, perteneciente a una clase social acomodada es muy distinto de las intersecciones de privilegio y opresión que actualmente vivo como inmigrante latina en Estados Unidos.
Los privilegios no solo se suman sino que se acumulan a lo largo de la historia y además se potencian (en el sentido matemático de la palabra) en el transcurso de nuestras vidas. La mayoría de nuestros privilegios existen antes que nosotros y son los que nos permiten con mayor facilidad adquirir nuevos privilegios. Esto último es fundamental para quienes sienten un mico en el hombro cada vez que les dicen que son privilegiados. Hablar de los privilegios de una persona no es negar sus habilidades, capacidades ni su esfuerzo. Yo sé que mi inteligencia, mi disciplina, mi talento y mi terquedad me han traído hasta donde estoy. Pero, ¿estaría en este mismo lugar de no haber nacido en una familia capitalina con papá y mamá profesionales que me dieron la mejor educación que el dinero puede pagar?
Lo importante de todo esto es comprender que no se puede renunciar voluntariamente al privilegio. Se puede ser consciente –muy consciente si se quiere–del privilegio propio y se puede usar el privilegio (aunque de formas mucho más restringidas de lo que solemos pensar) para denunciar las injusticias que dan lugar a nuestros privilegios. Pero uno no puede decidir, por muy deconstruidito que esté, que ya no tiene los privilegios que tiene. Y cada vez que nos convencemos de que es posible: chao unicornio bebé.
Entrando en materia, el chistecito del asesinato de unicornios bebés me llega hasta acá, por que es la hora de aclarar algo fundamental: decir este tipo de bobadas, repetirlas ad nauseam, convertirlas en slogan del feminismo, repartirlas como quien reparte volantes en una esquina tiene repercusiones muy significativas. La primera y más evidente: nos hace sentir que estamos haciendo mucho cuando no estamos haciendo un culo. Sí, ser conscientes de nuestros privilegios está directamente correlacionado con comprender a fondo las opresiones contra las que estamos luchando. Pero decir que yo “renuncio a mi privilegio de clase”, “renuncio a mi privilegio de raza”, “renuncio a mi privilegio cis” es, fácticamente, una mentira y, en términos prácticos, un auto engaño. Cuando decimos eso nos comemos el cuento de que ya no estamos sacando provecho de la opresión de otras personas, y nos tapamos los ojos ante las formas en que nuestros privilegios se sostienen sobre la opresión de las comunidades marginadas.
Ser feminista, hacer activismo feminista a través de este blog, cuestionarme todos los días sobre las matrices de poder de las que nunca antes fui consciente, desaprender las construcciones sociales sobre el género y la raza, haber aprendido a considerar puntos de vista y experiencias de vida que me resultan totalmente ajenas, etc., etc., etc., no me quita los privilegios que acumuló mi familia a lo largo de la historia y que se han compactado unos sobre otros a lo largo de mi vida. Eso equivaldría a dejar de ser la persona que soy. ¿Puedo, de un día para otro, dejar atrás la educación de élite que recibí? ¿Puedo eliminar todos los círculos sociales a los que tengo acceso a través de mi familia o por haber pertenecido a un colegio gomelo y haberme educado en la universidad que lo es aún más? ¿Puedo dejar de tener la aceptación inmediata que genero en entornos sociales y profesionales por ser una mujer cisgénero con una estética hiper femenina (maquillaje, tacones, un estilo personal medianamente desarrollado) que adopté por gusto y no por imposición? ¿Puedo dejar de subir escaleras, saltarme alcantarillas y rejillas, rodear obstáculos en lugares no accesibles para personas con discapacidades físicas? ¿Puedo renunciar a la comodidad y plenitud que me ha acompañado toda la vida por ser una persona que se acomoda en miles de aspectos a las expectativas sociales?
No. No puedo. Así como un hombre no puede dejar de ser hombre y, con ello, generar en la mayoría de las personas la impresión inmediata de ser más competente que las mujeres en cualquier situación académica o profesional. No puede renunciar a que sus opiniones, su saber o su experticia sean tenidas en cuenta y sus sentimientos validados en lugar de descartados por creencias erradas sobre las hormonas. Tampoco tiene que probar que él, como todos los demás de su género, tiene las capacidades percibidas como naturales para liderar, gobernar, ocupar el espacio público, tomar decisiones financieras, porque es algo que a los hombres se les ha permitido históricamente. Y así, ad infinitum con todos los privilegios que ha acumulado el género masculino desde que se adoptó el binario del género y se privilegió lo masculino sobre lo femenino hace varios cientos de años. Un hombre puede haber hecho conciencia clara y profunda sobre sus privilegios y eso es un primer gran paso. Pero renunciar a esos privilegios como si con ello pudiera allanar el terreno de juego para todas nosotras simplemente no es posible.
Y entonces, ¿qué hacemos?
Lo primero, dejar de decir y todavía más de creer en el mito del “privilegio renunciado”. Los privilegios que tenemos están ahí y nos acompañarán hasta el fin de nuestros días (posiblemente seguirán acumulándose y creciendo porque, como ya dije, los privilegios suelen capitalizarse, tal como los intereses).
Usarlos es el siguiente gran paso, sin darnos tampoco un crédito excesivo por nuestros esfuerzos individuales. Es decir, no podemos comernos el cuento de que estamos arreglando las aberrantes injusticias de este mundo solo a punta de buena onda, mentalidad abierta, eliminación de micro agresiones, cambios en actitudes diarias.
Lo más importante es pensar en cómo generar cambios estructurales y sistemáticos y empezar a sacar el feminismo y las conversaciones sobre el género del ámbito exclusivo de la individualidad. Un ámbito en el que, desafortunadamente, nuestra conciencia sobre el privilegio suele prenderse y apagarse a voluntad según el lugar, la hora y la compañía en que nos encontremos. El trabajo en nosotros mismos, en nuestra reeducación, nuestra deconstrucción, etc., está muy bien y tiene que seguir. Pero no basta con seguir cambiándome yo conmigo misma. Hay que buscan la forma de incidir, aunque sea, en nuestras comunidades inmediatas: la familia, el combo de amigos, el colegio, la universidad o la oficina.
Y por último, a riesgo de sonar como profesora de sociales de quinto de primaria, diré también que hay que participar de la vida cívica y democrática: votar informadamente y sin traicionar nuestros principios a favor de gobernantes que nos garanticen la protección de nuestro privilegio que, en últimas y por conscientes que seamos, nos da miedo perder. Debemos estar constantemente enterados de lo que hacen y deciden quienes nos gobiernan, usar nuestro privilegio para educarnos y poder asumir posturas verdaderamente críticas (no criticonas) y analíticas de las decisiones que toman los poderosos. Hay que protestar masivamente por las injusticias cuando quiera y donde quiera que sucedan, y conocer y hacer uso de todas las herramientas de participación ciudadana que tenemos. Los personas podemos, si queremos, influir significativamente en la formulación de políticas públicas, por ejemplo, u organizarnos para exigir medios de comunicación y un periodismo que haga un control efectivo del poder.
Lo esencialmente peligroso del discurso del “privilegio renunciado” es que nos permite el pajazo mental de sentir que, al hacer un proceso de introspección personal, ya hicimos lo que teníamos que hacer por la justicia social. Y lo esencial del privilegio es que nos cega ante la realidad: nos permite la comodidad de sentir que una mente abierta es suficiente para ejecutar un cambio real en el mundo. Es un círculo vicioso que no se acaba hasta que nos quitemos las dos vendas que nos cubren los ojos; la primera, la de nuestro privilegio, la segunda, la de creer que ya “renunciamos” a ese privilegio y que con eso basta.
Gracias por tus palabras. Hace mucho tiempo sentí y pienso que a los privilegios no se renuncia. Creo que nunca lo había leído así de claro en palabras de otra persona. Hoy mi economía está bastante mermada y digamos que me he «permitido» vivir esa experiencia porque justamente sé con certeza que siempre voy a tener herramientas de sobra para revertir esa situación. Es decir, por más que hoy no tenga plata, sin duda puedo usar mi género, mi educación, mi experiencia, mis facilidades para comunicarme, etc., para revertirlo porque siempre voy a tener ventajas sobre otras personas que atraviesan la misma situación económica que yo. No hay forma de renunciar a eso y pretenderlo es una hipocresía
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Algo que olvidé comentar y que me parece muy urgente… El amor, la contención, la existencia de una familia que te apoye… ¿eso también constituye un privilegio?. ¿Qué opinas?. Sin duda es una enorme ventaja. Y desde mi punto de vista, podría considerarse un privilegio, en cuanto a que sólo una familia que tenga otras cosas resueltas puede cabalmente entregar toda la contención y apoyo que una persona necesita. Aunque, paradojicamente, muchas familias con sobrados recursos económicos e intelectuales no son capaces de brindar ese afecto.
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Tremendo y clarificador artículo. Gracias Carolina.
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