Por: Vanessa
“A muchas de nosotras nos ha tocado criar a nuestros hijos e hijas solas, la batea, el almocafre y la pala han sido testigos de ello. El territorio ha sido nuestro compañero y ha estado con nosotras en momentos de alegrías y tristezas. Nuestras abuelas, como doña Paulina Balanta, nos enseñaron que: “el territorio es la vida y la vida no tiene precio”, “el territorio es la dignidad y esta no tiene precio”. Por estas razones, a pesar del abandono del Estado, hemos permanecido en resistencia frente a los megaproyectos, que en nombre de su visión de desarrollo y con el discurso de erradicar la pobreza, han venido generando condiciones de despojo, destierro y miseria”.
–Francia Márquez
Mientras que para muchos los grandes proyectos mineros son generadores de progreso y desarrollo, para muchas mujeres en América Latina el precio de este progreso ha sido el despojo y la violencia sobre sus cuerpos – territorios. Se trata de mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas que día a día ponen sus cuerpos y arriesgan sus vidas resistiendo la llegada de multinacionales mineras del Norte Global a sus territorios en defensa de la vida –la propia, la de sus familias, la de su comunidad y la de la Madre Tierra–. Para ellas, el extractivismo discrimina por género.
Todo se remonta a principios de los años 90, cuando los países latinoamericanos adoptaron reformas estructurales en sus economías para recibir ayuda financiera de organismos y bancos multilaterales, y así insertarse en la economía mundial y participar de la naciente globalización. Este paquete de reformas, conocidas como el Consenso de Washington, incluía la desregulación de los mercados, exoneraciones tributarias y la flexibilización de normas laborales, con el fin de atraer inversión extranjera.
Fue así como grandes multinacionales del Norte Global, estancadas con el fortalecimiento de marcos legales ambientales en sus países de origen, pero motivadas por la creciente demanda de minerales en países como China e India, pusieron sus ojos en el subsuelo latinoamericano. Así, entre 1990 y 2010, América Latina casi duplicó su participación en la producción mundial de minerales como el oro, el molibdeno de mina y el cobre, pasó a concentrar más de un tercio de la inversión minera mundial y es hoy en día el principal destino de exploración y explotación minera del mundo.
Sin embargo, abrir las tierras latinoamericanas a multinacionales extranjeras implicó quitarselas a comunidades indígenas, negras y campesinas ya vulnerables y marginalizadas. Bajo el amparo del discurso del desarrollo, los Estados otorgaron largas porciones de territorio rural en concesión para su exploración y explotación, con mínimas o nulas consideraciones sobre los impactos de tales actividades en la naturaleza o en la pervivencia física y cultural de estas comunidades. No obstante, al llegar al territorio, las mineras se han encontrado con fuertes procesos de oposición y movilización de comunidades locales que se resisten al despojo. Esto explica que América Latina sea la región con más conflictos socioambientales por explotación minera del mundo.
Es en este contexto que surgen movimientos de mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas en defensa de la vida y el territorio, que se han denominado feminismos autónomos, comunitarios o territoriales. Estos movimientos plantean tanto una crítica como alternativas a la mercantilización de la naturaleza como mecanismo de procesos económicos de talla neoliberal, que además califican de coloniales y patriarcales. La defensa del territorio como apuesta central, que caracteriza a estos movimientos, es un rasgo distintivo de los feminismos latinoamericanos. En ese sentido, estos feminismos son endémicos, son los que surgen de nuestras tierras y de nuestras propias realidades, distanciándose a propósito de feminismos hegemónicos provenientes del Norte Global y que muchas veces reproducen las prácticas colonialistas de las multinacionales que resisten.
De un lado, estos feminismos denuncian la forma en que los extractivismos, y en especial la minería a gran escala, instauran o exacerban la desigualdad en las relaciones de género presentes en enclaves mineros. Como evidencia Astrid Ulloa, los procesos mineros privilegian la presencia masculina en espacios de trabajo. Esto se debe a asociaciones sociales y culturales de la masculinidad con la fuerza, tanto física como psicológica, para aguantar las dinámicas típicas del trabajo en minas: manejo de cargas pesadas, actividad física exigente, jornadas largas, exposición a contaminación, aislamiento y distanciamiento de la familia.
De igual manera, las asociaciones de la feminidad con la fragilidad, pero también con el cuidado y la maternidad, justifican tanto la exclusión de las mujeres de la fuerza laboral como su confinamiento en el hogar al cuidado de la familia sin ningún tipo de retribución económica. En algunos casos, las mujeres participan de las actividades económicas pero desempeñando labores desvalorizadas y precarias, como “temporeras”, lavanderas o cocineras. Así, en comunidades extractivas la división sexual del trabajo se arraiga, profundizando la vulnerabilidad socioeconómica de las mujeres y acentuando la desigualdad en las relaciones de género.
La masculinización del trabajo minero y la reclusión de las mujeres al ámbito doméstico resulta en la hiper masculinización de las dinámicas de vida en sociedad en enclaves extractivos. Así, el espacio público, desde los bares hasta los sindicatos, se vuelve terreno hostil para las mujeres. “La presencia en el territorio de petroleros y militares hace que el espacio se masculinice y que las mujeres se vean acosadas, incluso agredidas o abusadas en sus propios espacios, viéndose recluidas a los espacios privados y perdiendo la presencia que habían logrado en los espacios públicos”, afirma Gabriela Ruales, activista del colectivo ecuatoriano Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo. De allí que se instalen en la cotidianidad de estas comunidades la violencia y la explotación sexual de mujeres y niñas.
Ante dicha realidad, una de las consignas fundamentales de los feminismos comunitarios latinoamericanos es la reivindicación del cuerpo-territorio. El establecimiento de sistemas económicos neoliberales, raíz de los extractivismos, parte de una relación de dominación de la tierra y la naturaleza que legitima su explotación. Esta relación se asemeja a aquella que, bajo lógicas patriarcales, legitima la explotación de los cuerpos de las mujeres. Así, tanto la tierra como el cuerpo se conciben como terrenos de extracción. A partir de esta similitud entre el cuerpo y el territorio es que surge la categoría de cuerpo-territorio, entendiendo que el cuerpo de las mujeres es el primer territorio a defender y recuperar. Lorena Cabnal, indígena Xinga guatemalteca y feminista comunitaria, resalta que “defender un territorio-tierra ancestral contra las 31 licencias de exploración y explotación de minería que están planteadas sin defender los cuerpos de las mujeres que están viviendo la violencia sexual, es una incoherencia cósmica y política”.
Además de develar cómo el extractivismo tiene impactos diferenciados y desproporcionados en las mujeres, los feminismos de resistencia extractivista van un paso más hacia el cuestionamiento de las estructuras mismas que lo posibilitan. Para ellas, más que la explotación minera en sí misma, el problema es el sistema económico que esta refuerza, que es patriarcal, se apoya en el patriarcado para existir, y entonces, la lucha contra el patriarcado implica resistir también el sistema neoliberal y colonial que hace posible la minería. Para ellas, la minería de grandes multinacionales simplemente no es una posibilidad. Por eso han planteado una fuerte crítica a feminismos institucionales y liberales que han naturalizado los términos impuestos por la globalización neoliberal, y que, engolosinadas con el emprendimiento y el “empoderamiento” femenino (sí, en el sentido peyorativo de la palabra), se han hecho cómplices de sistemas de explotación de cuerpos y territorios en América Latina.
En Colombia hemos venido debatiéndonos entre si minería o no minería, si fracking o no fracking, y pocas veces nos preguntamos si todas las opiniones importantes están llegando a nuestros acalorados debates. No podemos seguir naturalizando la ausencia generalizada de las voces y las experiencias de las mujeres que viven en su propio cuerpo los embates del extractivismo. Pero sobre todo, es hora se preguntarnos y reflexionar sobre el rol de mujeres y feministas latinoamericanas, absorbidas por la occidentalización y la globalización, en la invisibilización o no de las luchas de nuestras paisanas hermanas. Como yo, que habito una burbuja urbana y moderna de la que intento salirme a ratos, por ejemplo, escribiendo esta columna, y que antes de volver les paso la pelota a ustedes.