Autora invitada: Lina Marcela Quiñones Foto: Ana María Bolívar
Para las mujeres, salir a la calle en cualquier ciudad del mundo es un acto de valentía. Constantemente estamos expuestas a una cantidad de manifestaciones de violencia, que van desde las miradas morbosas hasta el feminicidio. Todas conocemos bien el vacío en el estómago que se siente al estar caminando solas y de noche por algún lugar de la ciudad, o la manera en la que se nos hiela el corazón cuando alguien nos camina detrás. Entre estas manifestaciones, una de las más extendidas – y que aún no se toma con la seriedad que debería – es el acoso sexual callejero. Bogotá tiene una situación especialmente crítica frente a este problema, pues fue catalogada como la ciudad con el sistema de transporte más peligroso para las mujeres en el 2014, y más recientemente, como la ciudad con mayor riesgo de acoso para niñas y mujeres en el mundo. Es por esto que decidí dedicarle mi trabajo de grado de maestría a este problema que nos afecta a todas día a día.
Cuando hablamos de acoso sexual en el transporte, la mayoría se imagina los manoseos y restregadas que se reportan en TransMilenio, pero el problema va mucho más allá. El acoso toma muchas formas, que incluyen el acoso visual (las miradas obscenas), verbal (los mal llamados piropos) y formas mucho más extremas, como el exhibicionismo o la masturbación. Tampoco se limita solo a los buses, y mucho menos a TransMilenio. El acoso sexual ocurre en paraderos y estaciones, así como en los andenes y calles que tenemos que recorrer para llegar a nuestros trabajos y hogares. Nos persiguen, nos piden información personal y nos amenazan.
He visto que muchos culpan al tipo de sistema de transporte por el acoso, algo totalmente irresponsable. El acoso ocurre en metros, buses, tranvías y sistemas BRT como TransMilenio. Culpar al sistema del acoso es quitarle responsabilidad a los acosadores y perpetuar la creencia de que los hombres no pueden contenerse. Además, aunque muchos usan la aglomeración del sistema como excusa, otros se aprovechan de los espacios vacíos para acosar e intimidar a las mujeres. Los niveles de acoso no dependen del sistema, ni del diseño, porque el acoso callejero es un tema más profundo, que está ligado a la desigualdad de género y a la cultura patriarcal en la que vivimos. A la idea de que los cuerpos de las mujeres son objetos de consumo y por eso se puede opinar sobre ellos, mirarlos y tocarlos, incluso cuando se trata de cuerpos de desconocidas en el espacio público. Es, ante todo, una demostración de poder.
El acoso callejero afecta profundamente la manera en la que las mujeres habitamos el espacio público y cómo accedemos a la ciudad. La mayoría hemos desarrollado una variedad de estrategias intentando evitarlo, que nos llevan a cambiar nuestras rutas, horarios, hábitos y modo de vestir, todo buscando que nos dejen en paz cuando vamos por la calle. Desde que nos levantamos, hasta que volvemos a nuestras casas por la noche, estamos pensando constantemente en cómo evitar el acoso y la violencia. Además, nos empieza a afectar desde que somos niñas. Muchas de las mujeres que hablaron conmigo para este trabajo me contaron que sus primeras experiencias de acoso fueron entre los 10 y los 13 años, viniendo de hombres mucho mayores que ellas. Incluso, alguna dijo que sentía más acoso cuando estaba en el colegio que cuando ya fue mayor.
El acoso callejero tiene un problema adicional: no está bien definido en la legislación colombiana. Nadie sabe qué es el acoso o cómo se reporta. Según mi investigación, solamente el 10% de las mujeres que ha sufrido algún tipo de acoso ha intentado reportarlo. Y al hacerlo se han enfrentado a una serie de barreras, incluyendo autoridades que no las apoyan o las revictimizan, procesos largos y confusos, falta de apoyo incluso por parte de sus familiares o parejas, o simplemente al miedo: a que las juzguen, a que las culpen, o a que el acosador tome represalias y se convierta en una especie más agresiva.

Si el problema no está bien definido, las soluciones menos. En varias ciudades se han implementado buses o vagones exclusivos para mujeres, y en Bogotá ha habido intentos de hacer lo mismo, e incluso una ridícula iniciativa para hacer que las sillas de TransMilenio sean preferenciales para mujeres. Estas iniciativas son más pañitos de agua tibia que soluciones reales. La segregación de buses y vagones solamente cubre una porción del trayecto y no desafía ni los roles de género ni las relaciones de poder en el espacio público. Peor aún, puede incrementar la revictimización. La idea no debe ser segregar mujeres y hombres, debe ser lograr que las mujeres nos sintamos seguras en espacios mixtos.
Para esto, se requieren políticas integrales. Por un lado, es importante mejorar los procesos de reporte, y que el personal de atención reciba capacitación en género. No podemos seguir teniendo respuestas de “pero que culpa si usted está muy bonita” o “si no le gusta, coja taxi”. Es importante mejorar los procesos de reporte, pero este no puede ser el enfoque principal, pues enfocarse exclusivamente en el reporte de los casos pone toda la responsabilidad sobre las víctimas. En cambio, necesitamos trabajar en evitar que el acoso se dé en primer lugar. Necesitamos visibilizar el problema. Necesitamos entender que nada de esto es “inocente”, ni “naturaleza humana”. El problema no son solo las formas más extremas de acoso. Los piropos son violencia, las miradas obscenas son violencia. Repitamos esto hasta que se entienda.
Excelente y real escrito sobre el acoso sexual que sufre la mujer en cualquier sitio público o lo que es mas peligroso en los hogares.
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Y cómo podemos actuar para evitarlo? Que es lo más sano, responder? Y que responder??
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