Hace un par de semanas, me invitaron a hablar sobre SietePolas en una clase de pregrado de mi universidad. Ya al final de la clase, un estudiante me preguntó por la diferencia entre “el feminismo de equidad” y “el feminismo de género”, aludiendo a este segundo como una corriente aparentemente “misándrica” del feminismo. Respondí, con mi acostumbrada emoción y vehemencia frente a estos temas, que lo primero es entender que, en realidad, el feminismo se opone a los binarios, a las clasificaciones y a los absolutos. Que el feminismo es una filosofía, una ética y una práctica y que, como tal, esta en continuo flujo y revisión. Que, además, las clasificaciones del feminismo en “olas” o en “corrientes” usadas para hacer esas aseveraciones lo único que buscan es reducir el movimiento a sus mínimas expresiones, al punto del absurdo, para luego tumbar fácilmente esos argumentos debilitados. Expliqué, ya que se trataba de un salón lleno de abogados en formación, que desde el punto de vista de la retórica ese es el ejemplo clásico de la ‘falacia del hombre de paja’.
Y así lo creo. Las personas que se obsesionan por organizar la historia del feminismo en “olas” suelen reducir las luchas históricas del movimiento a su mínima expresión y con ello proceden a descalificar lo que hacemos las feministas contemporáneas. Por que claro, las feministas de la primera ola lucharon por el voto, las de la segunda por la anticoncepción y el derecho al trabajo y a la educación superior, y las de la tercera por incluir a las mujeres racializadas en el movimiento. Y esas sí eran luchas válidas. Pero ya votan, ya pueden tirar sin tener hijos (qué zánganas) y ya van a la universidad. ¿Qué más quieren? De forma parecida, la clasificadera de las feministas en categorías – que si la feminista liberal, que si la radical, que si la socialista, que si la eco-feminista o que si el feminismo es de género o de equidad – lo que nos hace es entrar en el juego de límites auto impuestos y enfrentamientos insensatos entre nosotras del que precisamente el feminismo nos quiere liberar. Claro, como filosofía y movimiento político en el feminismo hay muchas discrepancias y asuntos nos resueltos. ¡Gracias a las diosas! Y necesitamos un lenguaje para denominar y distinguir unas posiciones de otras. No en vano entre feministas se suelen dar los más feroces y nutridos debates (que luego la opinión pública reduce a vulgares peleas de gatas pero qué mas queremos las feministas sino que el mundo aprenda a ver a las mujeres en toda su complejidad y no desde los acostumbrados estereotipos misóginos desde los que suelen interpretarnos).
Y, ojo, que no estoy diciendo que no sea útil y muchas veces necesario encontrar formas de clasificar eventos históricos o de categorizar corrientes de pensamiento que difieren en asuntos fundamentales dentro de un mismo movimiento. El problema surge cuando el orden y las clasificaciones que el propio movimiento ha creado para nutrir el debate y ejercer la autocrítica son apropiadas y reducidas al absurdo para ridiculizar al feminismo y sus reivindicaciones. Nos explotan en la cara nuestros propios términos cuando estas formas de entendernos se convierten en formas de determinarnos categóricamente como feministas de las buenas (que hablan dulcemente, que explican todo con paciencia, que buscan incluir a los hombres en el movimiento, que se preocupan por las formas en que el machismo los afecta a ellos y quizá principalmente a ellos, que no amenazan abiertamente el orden económico actual) y de las malas (nefastas que odian a los hombres, que no los dejan llamarse feministas, que buscan una utopía misándrica en la que ellos ya no existen), o como feministas de las válidas (o sea las de antes que peleaban por cosas que sí eran justificadas, que supuestamente no eran violentas ni rayaban monumentos ni se enfrentaban a la policía) y de las inválidas (o sea las de ahora, que joden por todo, que son capaces de tirarse la reputación de cualquier hombre con falsas acusaciones y lo que quieren es crear un orden en que las mujeres son superiores a los hombres porque ahora ya somos iguales y ellas siguen con lo mismo).
¿Existen feministas reconocidas que han dicho explícita y públicamente que no quieren nada que ver con los hombres? Las hay. Y están en todo su derecho de tomar la decisión individual de asumir esa forma de vivir la vida. ¿Es eso una muestra de que hay feminismo misándrico? Pues no. Para existir, la misandría tendría que ser un entramado sistemático de odio y desprecio por los hombres y lo que representan que resultara, a su vez, en opresión sistemática y estructural contra ellos. Como sí lo es la misoginia: un entramado de odio y desprecio –que es histórico y estructural –contra lo femenino que resulta en una opresión sistemática y estructural contra las mujeres. El patriarcado y su hermano gemelo el machismo necesitan del desprecio de lo femenino para existir. El feminismo como movimiento político y como ética y práctica (muy a pesar de lo que quieren hacer creer nuestros detractores con falacias y engaños) no se vale ni requiere del odio hacia los hombres (y tampoco lo ve como un objetivo deseable). Ese disgusto particular de algunas feministas particulares por el género masculino no es y no será jamás relevante para el movimiento. Además, el que las feministas denunciemos, critiquemos y busquemos cambiar las expresiones machistas de la masculinidad no es una muestra de odio por el género como tanta gente insiste caprichosa y equivocadamente en creer. Del otro lado, en el mundo en que habitamos no tenemos siquiera que ser conscientes del desprecio hacia lo femenino que nos inculca una cultura patriarcal para hacer parte activa y efectiva de un sistema misógino.
Todo esto quise transmitirle a los estudiantes del curso, aunque muy seguramente de forma menos elocuente por la premura del final de la clase y la muy humana característica de hablar con menos claridad que con la que se expresa una por escrito. Concluí diciéndoles que entonces ellos, como jóvenes privilegiados, con acceso a la mejor educación que el dinero puede pagar y estudiando una carrera que les exige rigor argumentativo y de pensamiento, no podían caer en las trampas que nos ponen quienes se empeñan en clasificar en categorías cerradas y supuestamente lógicas, racionales y ciertas para calificar al feminismo como misándrico. Que la afirmación de que existe un feminismo que odia a los hombres es ridícula y la descalifiqué tanto con mis palabras como con mi tono. Pero dije que sabía que quienes me acompañaban ese día en ese salón tenían las herramientas y las capacidades para no caer en esa falacia.
Salí, satisfecha y feliz de saber que en el mismo recinto en que tuve la oportunidad de explorar y afinar estas ideas pero donde también tuve que soportar la displicencia de compañeros de clase que encontraban mi seguridad y la vehemencia de mis ideas insoportable, ahora hubiera otros que me parecieron mucho más abiertos a habitar un mundo distinto de lo que jamás fueron mis pares hace no tantos años como parece. Por eso quedé muy desubicada cuando dos días después una de las Polas recibió un mensaje en el que me acusaban de haber respondido groseramente, de haber humillado al estudiante que hizo la pregunta en cuestión delante sus compañeros y con ello haber alejado a potenciales aliados con mi altanería.
Siempre he aprovechado este espacio para analizar, pensar y deconstruir algunos de los asuntos más complejos o controversiales del movimiento feminista: el rol de las mujeres trans en el feminismo, el manejo y la tergiversación de discursos como la sororidad, el amor propio, y el privilegio, el tema del feminismo pop, la relación entre feminismo y amor romántico. Sé que quienes me leen son, en su mayoría, mujeres feministas o que empiezan a explorar estas ideas y, muy conscientemente, escribo para ellas. Poco me ha interesado justificarme, defender mi vehemencia, justificar o morigerar mi “agresividad” y mucho menos que mis entradas en este blog sean una cálida bienvenida para los hombres que nos leen. Creo que los que lo hacen, si realmente tienen un interés genuino por informarse y auto cuestionarse, no necesitan de esas consideraciones. Y no, no es un asunto de discriminación inversa ni estoy intentando vivir mi fantasía misándrica de un mundo de solo lectoras. Todo lo contrario. Es, primero, un convencimiento pleno y visceral en que el feminismo es un movimiento que propende por la igualdad de los géneros (que no es lo mismo que equidad, aunque la distinción ya es harina de otro costal o material para otra entrada) que nunca pienso siquiera que haya que construir un argumento al respecto de este principio básico. Y, segundo, es una muestra tangible de mi respeto por el intelecto y las capacidades de los hombres que nos leen – y, por extensión, de todos los hombres del mundo pues al ser públicos mis escritos los potenciales lectores son todos los hombres del mundo– y de mi convicción absoluta de que son capaces de ser distintos de lo que ha representado su género durante siglos. ¿Por qué, si no, le dedicaría los mejores años de mi vida y las habilidades con que me dotó el universo a un movimiento cuya creencia más fundamental es que es posible una sociedad libre de misoginia y de machismo? ¿Le dedicaría tantas horas a esta tarea si odiara a “los hombres” como género y les designara una naturaleza malvada e inmutable en lugar de creer (como es el caso) que es posible construir masculinidades no patriarcales, ni machistas, ni abusivas, ni violentas por las que todo este trabajo propende?
Digo todo lo anterior y me refiero a mis publicaciones pasadas para dejar claro que no he escrito estas líneas para justificar o disculpar lo sucedido en ese salón de clases. Sé que actué como actué, hablé como hablé y dije lo que dije porque lo hice desde la convicción de que lo hacía entre iguales, entre personas que, como yo, proponían un tema u opinión para ser discutida y tienen la capacidad de distinguir una opinión contraria o una aseveración vehemente de un ataque personal. Pero escribo todo esto porque ese suceso en particular sirve para ilustrar un malentendido producto de la falacia y el engaño que yo daba por superado en mi generación y las que nos siguen pero que se me presenta una y otra vez como un asunto lejos de ser superado.
La vehemencia de mis palabras y la dureza de mi tono no solo son la expresión de un espíritu que cada día se libera un poquito más de las imposiciones externas. Es, cuando me dirijo a los hombres, una muestra de mi respeto por ellos y por la humanidad y potencial que sé que existe en cada uno de ellos más allá de las taras machistas que llevan a cuestas. A los hombres que respeto y que admiro, a los hombres que más quiero es a quienes con más crudeza increpo y cuestiono, a quienes con mayor vehemencia les expongo mis ideas feministas y mis críticas. Precisamente por lo dicho: porque tengo la plena convicción de que ellos, como yo, pueden hacer conciencia y deconstruirse para ser mejores seres humanos. Si los despreciara, si los odiara, no les daría los mejores argumentos que mi cerebro es capaz de construir. Si no los considerara mis iguales los trataría con el tono condescendiente y “paternalista” (o maternalista, mejor dicho) que algunos, a veces, parecerían preferir.
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