El año pasado, el Paro Nacional me provocó una crisis nerviosa en plena reunión de trabajo. Venía ya bastante cargada, pues tenía miles de tareas y nada de tiempo para hacerlas, había marchado casi todos los días, había presenciado la represión del ESMAD, había pasado muchas noches angustiada, desorientada y sin saber qué hacer con la falta de sueño, de concentración y de ánimo con la que quedaba luego de ver videos de la brutalidad de la Policía y de recibir noticias como la muerte de Dylan Cruz. Como si fuera poco, entré a hacer parte del equipo jurídico que trabajaba para impedir la deportación de 60 venezolanos que la policía detuvo y expulsó injusta y arbitrariamente, en medio de todo tipo de abusos y violencias.
“Desearía haber aprendido cómo salvarle la vida a un paciente en paro que limpiar un arma”. Esas fueron las palabras del soldado Brandon Cely con las que los portales de noticias anunciaban su suicidio. Al leerlo, en plena reunión en la oficina con mi jefe, los ojos me estallaron en lágrimas sin poder hacer nada para evitarlas, o para que al menos mi jefe no se diera cuenta que mi corazón y mi mente estaban en todas partes menos en esa oficina.
Terminé mi reunión y me fui a mi cubículo. Aprovechando que estaba sola, decidí dejar salir las lágrimas que me faltaban, siempre en silencio, con prudencia y limpiando cada lágrima que me salía por si alguien entraba. Dos minutos después entendí que debía darme un break de las noticias y de las redes, y que si quería sacar el litigio de los venezolanos deportados adelante, debía deshumanizarlo, concentrarme en los tecnicismos del procedimiento administrativo sancionatorio e ignorar la injusticia, la xenofobia y el odio que estaba de por medio. En otras palabras, quise cuidarme apartando el dolor. Solo así –creía yo– pude terminar de escribir ese y todos los otros textos que tenía pendientes para esos días.
Dos semanas después, en una sesión sobre prácticas feministas de autocuidado en el marco de la COP 25 en Madrid, me volví a desbaratar. Escuché a una activista del pueblo aimara de Chile hablar de las prácticas ancestrales con las que los pueblos indígenas enfrentan el miedo que causa el despojo. Luego, a una activista feminista chilena contar cómo sus compañeras de lucha feminista la han ayudado a tramitar el desarraigo y la angustia, que es el legado de una vida marcada por el desplazamiento forzado y la pobreza. Vi a una escritora, bailarina y activista africana llorar, y reivindicar cada una de sus lágrimas, al hablar de cómo las marcas de la colonización permanecen vivas en la conciencia colectiva y la cultura de su gente.
Solo después de escuchar a mujeres que, como yo, están en la primera línea de movimientos de resistencia, pero que a diferencia de mi, no se apartan del dolor, la angustia y la desesperanza que causa la opresión, sino que las aceptan, las abrazan, las navegan y hasta bailan con esas emociones, entendí lo mal que me cuido y lo nocivo de no hacerlo.
De hecho, entendí varias cosas. Por ejemplo, que existe una industria multimillonaria de la salud y el bienestar que nos convenció de que la solución para cuidarnos y sentirnos mejor está en mascarillas hidratantes, todo tipo de jugos y batidos, velas aromatizantes y hasta exuberantes viajes a hoteles con spa de lujo. O que para cuidarse hay que dejarse llevar por las tentaciones y volvernos indulgentes, dándonos gusto comiendo todo el chocolate que nos provoque o pasar días postradas en la cama sin moverse, comiendo pizza y viento Netflix.
No quiero decir que todo lo que acabo de mencionar sea dañino o inútil. Las vitaminas de un jugo verde son esenciales para la salud y descansar de verdad es necesario, y por qué no hacerlo en cama y con el cuarto aromatizado. Pero sí creo que es justo y necesario que cuestionemos lo que la industria del bienestar promueve como autocuidado y hasta qué punto un mimo pasajero y costoso, como una mascarilla o una sesión en un spa, tiene un efecto profundo en nuestros cuerpos y mentes que nos permita mantenernos vivas, sanas y resilientes mientras nos movilizamos a diario contra Estados y sociedades violentas.
Creo que los mimos pasajeros son varias trampas en una. Trampa porque nos estafan: nos sacan dinero por productos que rara vez cumplen lo que prometen. Trampa porque nos refuerzan ideas estereotípicas machistas, como que las mujeres debemos cuidarnos limpiando e hidratando nuestra piel para salir listas, regias, frescas y jóvenes a conquistar el mundo. Trampa porque nos hacen creer que el autocuidado se reduce a cariñitos superficiales del cuerpo, cuando ningún jugo, crema, masaje o viaje están hechos para lidiar con el dolor, el miedo, la rabia, la angustia y la desesperanza.
El autocuidado no solo es corporal sino, ante todo, emocional. O mejor, el autocuidado real es holístico. Implica comprender que mente, cuerpo y emociones no pueden separarse –como nos dijeron los sabios de la Ilustración de occidente– y por lo tanto, el cuidado de nuestra salud mental es también el cuidado de nuestra salud física. No podemos pretender que solo comiendo bien y haciendo ejercicio nos mantendremos saludables, si no sabemos cómo manejar el dolor y la ansiedad. Por eso es que un mimo pasajero, como los que nos ofrece la industria del bienestar, no nos cuida de verdad. Ni tampoco nos cuida de verdad anular nuestras emociones y atravesar los momentos difíciles sin inmutarse. Por eso es que con apartarme del dolor que me hizo sentir la injusticia cometida contra los venezolanos en medio del paro, el asesinato de Dylan Cruz y el suicidio de Brandon Cely no me estaba cuidado, me estaba asfixiando.
El autocuidado nos exige dejar de satanizar las emociones, especialmente las emociones “incómodas”. Implica dejar de creernos el cuento de que lo deseable en la vida es solo sentir amor y felicidad, y que por eso a la tristeza y a la rabia hay que hacerles el quite. Aprender a aceptar, vivir, convivir y hasta a bailar con el dolor es absolutamente necesario para mantener la salud y la cordura en tiempos de incertidumbre, intimidación y violencia como los que hemos vivido en Colombia desde hace décadas, y que vivimos tan intensamente durante el Paro Nacional.
Cuidarnos es especialmente clave para los movimientos sociales y el activismo. Las emociones incómodas son un arma letal de los sistemas que resistimos para mantenernos aplacadas y aniquilar la disidencia. Con miedo no salimos a protestar, con desesperanza dejamos de exigir y de movilizarnos, con estrés nos bloqueamos y desistimos. Cuidarnos es, ante todo, un acto político, porque es el alimento principal de la resistencia. Por eso, es esencial que creemos y normalicemos técnicas y prácticas de cuidado, tanto individual como colectivo, si pretendemos mantenernos en la calle hasta que caiga el patriarcado, el racismo, el clasismo y la xenofobia. Comenzando por por poder llorar, juntxs, con fuerza y con libertad, y no encerradxs en el cubículo de la oficina.
Puedo decir que comencé este 2020 abrazando lo que me duele, lo que me frustra y lo que me derrumba y me siento libre.
Mil gracias Vanesa, me pasó exactamente igual
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Hola Vanessa, me encantó tu texto. Chévere poderlo republicar en nuestra revista, «La Sureña» si lo permites. Somos mujeres de barrio que le camellamos a la Comunicación y Educación Popular. Y estamos en procesos de comité de redacción. Quedamos atentas! Dejamos tus datos!
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Hola! Claro que sí. Con todo el gusto.
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