Desde que soy profesora he tenido que hacer muchos mea culpa sobre mi comportamiento como estudiante. En la categoría de los más dolorosos de recordar y afrontar están los relacionados con mis sesgos inconscientes frente al género.
Recuerdo que cuando descubrí que una profesora joven que me parecía el culmen de la brillantez era una mujer divorciada con dos hijas, estos dos aspectos – su juventud y admirable intelecto por un lado y el hecho de ser madre y estar divorciada en su juventud – me parecieron totalmente incompatibles y me abrumaron. Recuerdo también que uno de mis profesores favoritos hablaba constantemente en clase de su esposa y de sus hijas. Mi admiración por él incrementaba cada vez que lo hacía. Y, sin embargo, nunca admiré a mis profesoras que tenían hijos por tenerlos y hablar de ellos (que también lo hacían solo que no en clase, sino en otros entornos más personales) y muchísimo menos me pregunté por qué o cuáles podían ser las consecuencias para ellas si hicieran de sus hijos una estrategia pedagógica como lo hacía él. Una de las lecciones de vida que atesoro como pocas me la dio una profesora cuyo estilo estricto y la forma cruda y directa con la que se expresaba fue motivo de quejas y disputas en nuestro departamento. Nos dijo: “El departamento no es una familia y las profesoras no tenemos que comportarnos como su mamá para hacer bien nuestro trabajo”. Solo hasta ahí, y en ese entonces solo superficialmente, entendí cuán distintas eran, en el fondo, mis expectativas y actitudes cuando acudía a un profesor que cuando acudía a una profesora. Y ni hablar de mi ceguera casi absoluta ante la falta de diversidad de género del profesorado y la inclusión de la teoría y literatura queer en el programa de estudios. Jamás me pregunté el porqué de la casi total ausencia de profesores y profesoras homosexuales. Y de la ausencia absoluta de profesoras o profesores trans.
Y eso que como estudiante de pregrado ya era feminista. Pública y declarada. Le tenía, además, la guerra declarada a un profesor que osó criticar los estudios de género y osó, en plena clase, referirse con pasivo agresividad a “esas profesoras del departamento que estudian dizque novelas de señoritas y cosas de esas”. Pero me faltó declararle la guerra a mi propio machiprogre interno. Y ahora, como profesora, es como si estuviera pagando un karma.
Desde hace cerca de cinco años soy profesora universitaria en Estados Unidos y lo he sido en distintas capacidades. Empecé mientras estudiaba mi maestría y me contrataron en el verano para ofrecer cursos de escritura a los futuros primíparos que, por diversas razones, necesitaban una nivelación antes de iniciar su primer semestre. Al graduarme de la maestría tuve la oportunidad única de ser lo que los gringos llaman “instructor of record”, es decir, dueña y señora de la materia que dictaba (una situación un poco atípica en este país para quien no tiene un título de doctorado aún). Y ahora, como estudiante doctoral,
La categoría ha cambiado, el tipo de estudiantes también (desde pre-primíparos hasta estudiantes a punto de graduarse) mi experiencia ha aumentado y es notorio tanto para mí como para las personas que me evalúan que cada día soy una mejor profesora. Y, sin embargo, la actitud de mis estudiantes suele ser siempre la misma al principio del semestre: “Convénceme de que debo creerte. Demuéstrame que sabes de lo que hablas”. Y siempre la misma a la mitad del periodo: “Ayúdame, dame todo tu tiempo y atención.” Y usualmente la misma al final: “No fuiste una profesora-madre… aquí tienes una calificación regular en la evaluación del curso”.
Al principio, me lo tomaba como el reto propio de cualquier profesor en formación; una experiencia común a todos los que hacíamos nuestros primeros pinos en esto de educar mentes jóvenes. Pero me di cuenta que no. Que los retos de los profesores en formación no son los mismos que los de las profesoras. Aunque tanto o más jóvenes que yo, mis compañeros no tienen que demostrarle a sus estudiantes que se merecen estar donde están o que saben de lo que hablan. Cuando entran a clase el primer día y se paran frente al salón, ese prestigio y ese conocimiento se asume. Durante el semestre, los estudiantes respetan el tiempo de los profesores y no les sorprende, no les afecta y menos les ofende cuando tienen un actitud parca o distante. Al contrario, le encuentran una mística al profesor distante. Y, sobre todo, al final, en las evaluaciones docentes, hay actitudes que los y las estudiantes castigan en sus profesoras que no les importan en sus profesores.
Y esta experiencia anecdótica está ampliamente documentada en las universidades gringas (y un poco menos en las colombianas, pero hemos empezado a darnos cuenta, también, amigas). Varios estudios demuestran que las calificaciones de las profesoras suelen ser menores que las de los profesores aun cuando el desempeño de los alumnos de profesoras es mejor que el de los alumnos de profesores. Así lo confirma un estudio conjunto entre la universidad de SciencesPo en Paris y la Universidad de Berkeley en California . El equipo realizó una serie de pruebas estadísticas en dos conjuntos de datos diferentes, de estudiantes universitarios franceses y estadounidenses. En efecto, los estudiantes franceses fueron asignados aleatoriamente a líderes de sección masculinos o femeninos en una amplia gama de cursos obligatorios. En este caso, encontraron los autores del estudio, los estudiantes varones franceses calificaron a los instructores varones de manera más alta en todos los ámbitos. En esta universidad, todos los estudiantes de todas las secciones de un curso toman el mismo examen final calificado anónimamente, independientemente del instructor que tengan. Esto ofrece la oportunidad de ver una dimensión de la calidad real del instructor: presumiblemente mejores líderes de sección ayudarían a los estudiantes a obtener mejores calificaciones en el mismo examen. De hecho, descubrieron que los estudiantes de instructores varones en promedio tuvieron un desempeño ligeramente peor en la final. En general, no hubo correlación entre los estudiantes que calificaron más a sus instructores y aquellos estudiantes que realmente aprendieron más.
Así mismo, el último estudio, publicado este año por la Asociación Estadounidense de Ciencias Políticas, encontró que «el lenguaje que usan los estudiantes en las evaluaciones con respecto a los profesores varones es significativamente diferente del lenguaje utilizado en la evaluación de las profesoras». El estudio también mostró que «un instructor masculino que administra un curso en línea idéntico al que dicta una instructora recibe puntajes ordinales más altos en las evaluaciones de enseñanza, incluso cuando las preguntas no se refieren al desempeño del instructor sino a la clase en general».
La importancia de estas evaluaciones para la carrera de un académico no es menor. Muchas veces, son componentes fundamentales de los procesos institucionales de evaluación y pueden hacer la diferencia ante un nombramiento o una promoción. Y, estructuralmente, las universidades se niegan a cambiar sus procesos de estandarización de evaluaciones en estos casos aún ante la abrumadora evidencia de que los métodos de avaluación lo único que hacen es acumular y galvanizar todos los vicios y sesgos de género. Para la muestra, el caso reciente de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, que a pesar de la insostenible disparidad de su profesorado –de los 18 profesores de planta que trabajan en el departamento, solo una es mujer – insistió en llevar a término un proceso de contratación que claramente favorecía la aparición e incidencia de sesgos sexistas que afectan en mayor medida a las candidatas al puesto de profesora de planta.
Eso sí. Hay una ausencia evidente de investigaciones que aborden la situación particular de les profesores queer. Y, desafortunadamente, tampoco puedo hablar de esa experiencia más allá de la conciencia y convicción de que además de lo que menciono, enfrentan violencias y sesgos aún más graves.
Además, todo esto todavía no aborda siquiera las distancias enormes que hay entre las humanidades y las disciplinas STEM. Pues si lo anterior ocurre en las humanidades y ciencias sociales, no quiero imaginarme lo que sucede con las educadoras en las carreras de ciencia y tecnología, en la que la participación de mujeres en cargos de poder es mínima y la estigmatización y los sesgos en su contra infinitamente mayores.
Porque la he conocido por todos sus contornos y en todos sus matices hace mucho dejé de romantizar la idea de la universidad. La educación superior es un negocio como cualquier otro y padece los mismos vicios de todas las industrias. Pero también porque la conozco por todos sus contornos y en todos sus matices hoy en día creo más que nunca en el potencial radical y transformador de la educación universitaria. Pero para que ese potencial se realice, todas las instancias y miembros del entorno universitario deben empezar por observar las muchas formas en que reproducen las injusticias del mundo. Hoy le hablo a los estudiantes que empiezan un nuevo semestre y, quizá también, a las profesoras y profesores que inician sus labores. Que este primer semestre del 2020 sea el de cuestionar nuestras actitudes, comportamientos, expectativas y discursos frente a quienes se paran todos los días frente al tablero a enseñarnos que un mundo diferente nos espera y es posible. Y, por qué no, el semestre en que empecemos a cuestionar y exigir de nuestras amadas universidades, profesores, directivos y compañeros que saquemos los sesgos sexistas de la universidad.
Directamente a lo más profundo de mi ser.
Siempre es alentador saber que alguien más te entiende.
Abrazos y gracias por esta columna
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Que este primer semestre del 2020 sea el de cuestionar nuestras actitudes, comportamientos, expectativas y discursos frente a quienes se paran todos los días frente al tablero a enseñarnos que un mundo diferente nos espera y es posible. Y, por qué no, el semestre en que empecemos a cuestionar y exigir de nuestras amadas universidades, profesores, directivos y compañeros que saquemos los sesgos sexistas de la universidad. Gracias por el artículo y por una invitación muy necesaria, extendida a los colegios.
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