Por estos días vuelve a arder la Amazonía colombiana (como todos los años en esta época), llevándose miles de hectáreas de bosque y de especies de fauna y flora. Hace algunos meses “el fuego” se llevó también miles de hectáreas de bosque en Australia (no, en realidad no es “el fuego” como si fuera un dios o una mano invisible, fuimos nosotros los humanos que lo causamos). El humo de esos incendios ha invadido las ciudades, incluyendo Bogotá, y por varios días hemos estado respirando aire aún más contaminado del que solemos respirar a lo largo del año. Mientras tanto, entre una y otra catástrofe ambiental, se celebró en diciembre en Madrid la Conferencia de las Partes del Acuerdo Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, donde –de nuevo– nuestros países se comprometieron a seguir haciendo nada para detener la crisis climática que amenaza nada más y nada menos que la vida humana en la Tierra y la de muchas otras especies.
“¿Ah, y ahí dónde estaban las feministas?”, gruñirían algunos.
Y sí. En efecto, ¿dónde estábamos las feministas en esos debates? Porque sí que tendríamos mucho que decir, hacer, denunciar y exigir. Y no hablo de una preocupación fugaz y somera por el “medio” ambiente, venida de la lástima o de la corrección política. Me refiero a un cuestionamiento profundo y real por el sistema en que vivimos, que por tantos años nos ha sometido y oprimido a las mujeres… y de la misma forma a la naturaleza.
Las feministas tenemos al menos dos móviles para hacernos también ecologistas: la emancipación de otras mujeres y la naturaleza en sí misma.
La degradación de la naturaleza y la crisis climática descansan sus más pesadas cargas en los cuerpos y vidas de las mujeres, especialmente las mujeres indígenas, negras, campesinas o pobres del Sur Global. Hoy en día la evidencia sobre esto es abundante. El aumento en la frecuencia y la intensidad de eventos climáticos extremos como olas de calor, sequías, lluvias torrenciales e inundaciones, producto del aumento en la temperatura global, empobrece más a las mujeres, afecta más la salud de las mujeres y aumenta la violencia contra las mujeres. En América Latina, Asia y África, el auge de las economías extractivas que se dio con el incremento de la demanda global de materias primas trajo consigo la desertificación, erosión de los suelos, la deforestación, la alteración de recursos hídricos mediante represas y, sobre todo, la transformación de las dinámicas de la ruralidad de los países del Sur, que tuvo profundos impactos en la situación económica y social de las mujeres. Mientras que los hombres fueron atraídos, o bien eran forzados por las circunstancias económicas, a aceptar trabajos asalariados en la economía formal, las mujeres se quedaron en la casa con la responsabilidad de la familia, teniendo que trabajar las tierras más infértiles para conseguir alimentos, teniendo que desplazarse por distancias más largas para conseguir agua en los ríos desviados por las represas o madera en los cada vez más escasos bosques. En comunidades indígenas en Kenya, el las que las mujeres eran las guardianas de las semillas nativas, base de la alimentación tradicional y de los rituales religiosos, fue aplanado por la agroindustria que concentró la tierra y la dedicó la siembra de trigo y cereales extranjeros de consumo para el Norte Global.
Así que de un tiempo para acá me he venido convenciendo de que el feminismo, si pretende ser verdaderamente interseccional, debe ocuparse también por la depredación de la naturaleza, pues la depredación de la naturaleza también es una forma de oprimir a las mujeres, especialmente a las mujeres pobres y racializadas. La dominación de la naturaleza es también una expresión del patriarcado capitalista y el colonialismo que ha esclavizado a las mujeres, que ha borrado la construcción autóctona de identidad de las mujeres en el Sur Global y ha impuesto un orden masculino y blanco en su lugar.
Ahora bien, la naturaleza en sí misma también debería ser una preocupación de las feministas. Yo no creo que la naturaleza deba preocuparnos solo en tanto su degradación se manifiesta en la situación de otras mujeres. Eso es simplemente especista. ¿Tan profundo nos caló el patriarcado que no podemos solidarizarnos y empatizar con “lo otro” y dejar de verle en términos de subordinación donde lo humano es lo superior? ¿Acaso llevamos esa jerarquización patriarcal de la realidad tan adentro que no concebimos renunciar a la supuesta primacía de lo humano sobre el resto?
Volvamos a lo básico. El principio fundante del patriarcado occidental es la división de la sociedad en dualismos jerárquicos, donde lo humano, lo masculino y lo blanco es lo superior y por lo tanto el paradigma, mientras que todo “lo otro”, lo que se le oponga, es inferior y por ende dispuesto para su conquista y control. Ahí caemos las mujeres. Ahí caen todavía más las mujeres negras y las mujeres indígenas. Pero, ¿saben qué cae todavía peor? La naturaleza. Porque si en algo nos prendemos del patriarcado es de la glorificación de lo humano. La pola Pío ya lo había dicho bastante claro:
“Cuando caemos en cuenta de lo similar que tratan el patriarcado y el capitalismo a las mujeres y a los animales no humanos tenemos dos opciones. La primera es hacer todo lo posible por diferenciar a las mujeres de cualquier otro animal para poder parecernos más al hombre. Es una estrategia similar a la que usaron algunas sufragistas americanas blancas frente a los activistas negros que reclamaban también el derecho al voto. Ante la posibilidad de que reclamar el mismo derecho las aproximara al estatus del hombre y la mujer negra, muchas sufragistas adoptaron slogans abiertamente racistas e incluso defendieron que se les negara el voto a los afroamericanos. La segunda opción es la de igualarnos por lo alto. La de entender que nuestra sumisión es compartida, es el síntoma y consecuencia de un mismo mal. Y que nuestras liberaciones están ligadas.”
Cada día me convenzo más de que las mujeres le hacemos el juego al patriarcado cuando perpetuamos esas relaciones de dominación, las mismas que tan jodidas nos tienen, con la naturaleza. Ahí reforzamos la jerarquización y dominación del “otro” que fundamenta nuestra propia explotación. Si el feminismo es una guerra genuina contra el patriarcado, las feministas no podemos conformarnos con dar las batallas en contra de las manifestaciones de ese sistema que nos atañen solo a nosotras. Así como el feminismo se volvió amplio y diverso con la amplificación de feminismos decoloniales y antirracistas del Sur, que nos mostraron que el feminismo sería incompleto y erróneamente universalista si no le poníamos cuidado a las formas particulares de discriminación que se dan cuando confluyen en un solo cuerpo varios sistemas de opresión, así mismo debemos seguir ampliando el lente feminista para entrar a considerar todo aquello que el patriarcado se lleva por delante. Un feminismo selectivo, sensible solo a lo humano, me parece un feminismo incompleto.