«Reinvéntate», «Sé creativa», «Hay que adaptarse»: mitos y mentiras pandémicas

Es más que evidente que la crisis por COVID ha traído a la superficie muchas de las desigualdades normalizadas e invisibilizadas en que se fundamentan nuestras sociedades y formas de vida. Sin embargo, muchos de los discursos que surgen a raíz de la pandemia y los retos a los que nos enfrenta no hacen sino reproducir las bases en las que se fundamentan estas mismas desigualdades. Que nos «reinventemos», que «seamos creativas y adaptables», que nos esforcemos por «salir de esta», que salir airosos de esta situación depende de nuestros méritos propios. En el fondo de estos discursos lo que hay es un esfuerzo por que las estructuras y lógicas de las jerarquías y la desigualdad sigan intactas mientras el peso de las circunstancias lo cargamos los individuos y, sobre todo, aquellos que siempre han estado en lo más bajo de esas jerarquías sociales.

Para mí todo esto se hace evidente en un espacio que, a pesar de mi conciencia social y feminista, fue el último en revelárseme como un espacio tan jerarquizado y desbalanceado como todos los demás: la academia.

Ya he escrito sobre esto en múltiples ocasiones, pero una vez más hace falta empezar por aquí. En el colegio y en la universidad fui una alumna excelente, de las de notas casi perfectas y muy buena fama entre profesores y administrativos. Me parecía que era fácil lograr una cosa así y no tenía mucho aprecio por quienes no tenían actitudes igualmente obedientes y aplicadas. Para mí era una ecuación sencillísima: te esfuerzas, lo logras, te premian. El esfuerzo individual era suficiente para conquistarlo todo. Y desde ese lugar era que me imaginaba como profesora. Porque desde muy temprano en mi carrera supe que quería enseñar. Y me visualizaba como la típica profesora cuchilla: exigente, implacable, temida. De esas que tiene fama de rajar a la mitad del curso pero hay que ver la materia con ella porque es la mejor.

Nada de eso resultó sucediendo. Además de aprender de pedagogía, aprendí de mis propias experiencias y con el lente crítico que me dio el feminismo para correr la cortina de esos mitos de la meritocracia. Cuando me mudé a Estados Unidos a empezar mis estudios de posgrado me di cuenta que sin un sistema de privilegios, contactos, y saberes que se transmiten de privilegiados a privilegiados, desapareció ese andamio invisible (para mí) sobre el que siempre estuve parada cuando pensaba que si yo sobresalía y otros no, todo eso era el producto exclusivamente de un esfuerzo que yo hacía y unos logros que yo alcanzaba,  que estaban perfectamente al alcance de todos los demás. Lejos de mi capital social, de mis redes de apoyo, en un lugar en el que me catalogaban como “otra” – por latina, por extranjera – en el que me caían encima todos los prejuicios de mi colombianidad, en que debía gastar energía y capacidad mental en desmentir los estereotipos que me aplicaban, en una cultura social y académica que no sabía navegar, ya no fui la abeja reina de siempre. Dicho de otro modo, cuando ya no estuve en lo más alto de la jerarquía ya no era cuestión simplemente de empinarse para tocar el cielo. Y eso que jamás tuve preocupaciones económicas y, de todas maneras, tenía a mis pies un andamiaje muy sólido construido con años de educación académica y cultural de élite que había tenido en mi propio país. Aún así, las dificultades que enfrenté y los esfuerzos que se doblaron pero no fueron suficientes me llevaron e entender en carne propia que hay instituciones, prácticas y sistemas que promueven a quienes siempre han estado arriba, mientras nos hacen creer que todos estamos jugando en la misma cancha.

Lo agradezco, pues ver las cosas de este modo ha moldeado por completo la educadora que hoy en día me esfuerzo por ser. Que no es tan mística ni tan mítica como la que imaginaba. Que en plena crisis del coronavirus hace lo que está a su alcance (que es muy poco y muy frustrante) por estar del lado de las personas – de la gente, de sus colegas –  y no de la institución.

Hoy soy profesora y estudiante doctoral en una universidad pública en California. Eso la hace una institución educativa medianamente diversa y muchísimo más diversa que las otras, todas ellas privadas, a las que he pertenecido tanto en Colombia como en Estados Unidos. En los salones en que dicto clase se sientan los hijos de celebridades de Hollywood, sus managers, abogados o agentes inmobiliarios junto a los hijos de inmigrantes indocumentados que recogen fresas en grandes latifundios, algunos de ellos nacidos en Estados Unidos y otros tan indocumentados como sus padres (los que se conocen ahora como “dreamer”). Entre mis estudiantes hay jóvenes de razas, etnicidades, nacionalidades, género y preferencias sexuales diversas. Y aún en la “normalidad” de un mundo sin COVID las particularidades de sus vidas en un mundo en el que priman los intereses, saberes, modos de vida, costumbres y creencias de los angloamericanos blancos heteronormados ya imponía unas desigualdades que se hacían patentes en el aula y fuera de ella. Pero al menos al estar todos en el mismo espacio, compartiendo las mismas instalaciones y en presencia los unos de los otros lográbamos la ilusión de una cierta igualdad de oportunidades.

Pero llegó la pandemia, el campus cerró y de una semana a la siguiente hubo que transicionar de una educación completamente presencial a una completamente virtual. Ahora tengo estudiantes que no tienen acceso fijo a internet, o que deben compartir su computador con varios miembros de su familia. Otros, que trabajaban para sostenerse en la universidad o incluso pagarla, perdieron sus trabajos. Algunos no tuvieron el dinero para regresar a las casas de su familia o, sencillamente, no tienen un lugar al que ir. Tengo estudiantes y colegas que tienen hijos y esos hijos no tienen guardería ni están yendo al colegio y deben ellos encargarse de todo durante todo el día. Más de uno, que usualmente vive abiertamente su sexualidad en la comunidad que encontró en su universidad, tuvo que tomar la difícil decisión de devolverse a vivir con una familia que no le acepta. Otros más, que padecen enfermedades mentales distintas, perdieron de zopetón el mundo, los amigos, las comunidades e incluso el acceso a profesionales de la salud que los sostenían. Y estos son los casos que conozco. Habrá muchos otros de estudiantes que en silencio siguen intentando hacer lo que pueden para seguir adelante en una institución que quiere pretender que aquí no ha pasado nada.

Y esto último es lo más importante. Sé de sobra que todas las injusticias y desigualdades que la crisis ha evidenciado siempre han estado ahí y hacen parte del tejido social con el que, desgraciadamente, nos acostumbramos a vivir. Y que no vamos a resolver estas desigualdades estructurales y jerarquías sistematizadas ni en medio de esta crisis ni inmediatamente después. Pero lo que quiero decir es que la crisis no solo exacerba y trae a la superficie las diferencias entre unos y otros. También saca a relucir todas las dinámicas e intereses institucionales que, precisamente, son los que sostienen y perpetúan esas injusticias, pero que usualmente lo hacen bajo una fachada de bondad y a través de discursos del mérito y la superación individual.

Mi universidad insiste en que se dicten las materias y los cursos, y que mantengamos “los más altos estándares de exigencia”. Me piden que califique con las rúbricas y lógicas de siempre. A ellos los instan a inscribir los cursos del próximo periodo y, por supuesto, a pagar cuanto antes la matrícula. Las consecuencias de aplazar un trimestre se les presentan como mucho más graves que seguir haciendo lo que hemos estado haciendo estos meses. Estamos entre la espada la pared, entre la pandemia y la institución. Y, por supuesto, se hace mucho énfasis en que esta es la única forma de proteger la educación a la que ellos tienen derecho y el trabajo que yo necesito. Viendo lo que veo y viviendo lo que vivo, esto no me resulta tan transparente. Obviamente, reconozco que no hay una salida fácil, que no es viable suspenderlo todo. Pero me pregunto si quienes toman las decisiones allá arriba saben lo que viven y cómo viven los afectados más directos. Y me respondo que a lo mejor no. Seguramente, como yo en algún momento, están convencidos de que es cuestión de esforzarse, reinventarse, ponerle garra e imaginación, y nada más.

No tengo una propuesta ni una solución a todo esto. Solo hablo de mi experiencia porque sé que es la de muchos. Está claro que las instituciones académicas son un ejemplo entre millones de aquellos lugares en que se reproducen, cristalizan y refuerzan las dinámicas de desigualdad más perversas bajo un velo de meritocracia. Y en plena pandemia, el poder para hacernos creer que todo depende de nosotros y de nuestro esfuerzo individual se ha fortalecido a punta del discurso de la reinvención, del heroísmo, de la creatividad, de la superación personal y de la fidelidad y compromiso con las instituciones (sean estas la nación, las empresas para las que trabajamos, los lugares en que estudiamos). No podemos prescindir de estos lugares ni renunciar a ellos. Pero ya que está de moda el discurso de la solidaridad, ojalá no se nos olvide que la solidaridad es con los seres humanos que nos rodean, no con los poderes institucionales que nos gobiernan.

2 comentarios sobre “«Reinvéntate», «Sé creativa», «Hay que adaptarse»: mitos y mentiras pandémicas

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  1. Tu artículo señala una realidad muy triste, algo que muchos no ven, y que la pandemia de coronavirus sin lugar a dudas está evidenciando. Es facil decir que los niños pueden estudiar desde casa, pero se nos olvida que muchos de esos niños provienen de hogares muy pobres, dónde acceder al alimento diario es una batalla campal, ni que decir del acceso a internet y una computadora. Lo mismo sucede en el ámbito laboral, algunos tenemos la fortuna de hacer Home Office, pasar el rato en casa sabiendo que hay un techo en que refugiarnos y comida sobre la mesa, pero cuántas personas no sufren la pobreza sobre todo ante está condición… Familias que vivían al día, de la venta de productos diarios y que ahora no pueden estar afuera haciendo su trabajo y aunque lo estuvieran, los clientes ya no aparecen porque se refugian en casa…
    En fin, la triste realidad de las desigualdades sociales. Un abrazo desde México!

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