Aprendí a bailar con la música que me ponían mis papás y mis tías, que iba desde el cha cha cha que rico cha cha cha hasta toda la salsa y música guapachosa que suena en un año nuevo colombiano. Para mí bailar siempre fue fundamental, fue algo tan natural como caminar. Sin darme cuenta, fue mi primer acercamiento con el feminismo. Porque desde pequeña, mover el cuerpo era para mi algo muy liberador, era el lugar donde más segura me sentía y dónde no había reglas por romper, sino cuerpo por descubrir y poder interno por explotar.
Bailaba en todas partes. En las misas, en los festivales, en las presentaciones de navidad. En el colegio nunca dejé de bailar, era de esas niñas intensas que siempre se pedía estar en las presentaciones y se ponía en primera fila. Pero no crean pues que eran los bailes la panacea, eran tipo Mary Poppins, el baile de los reyes magos y siempre algo de un sueño/deseo/milagro de navidad, nada profesional, simplemente entretenido. Con mis amigas durábamos horas preparando coreografías de Sclub 7 y de Britney Spears – los artistas revelación del momento – y creábamos invitaciones a nuestros papás para que nos vieran bailar y para que nos aplaudieran, porque claro, íbamos por los aplausos, el reconocimiento, el esfuerzo y la perfección de nuestra coreografía. Sin duda bailar era de los momentos más felices del colegio para mí, el único momento donde ser una mujer perfecta tenía sentido. Porque la perfección era básicamente un requisito para sobrevivir en mi colegio o, me atrevería a decir, en cualquier colegio religioso femenino.
Escribiendo esta columna caí en cuenta que hay clases que nos dejan lecciones por aprender, incluso muchos años después de haberlas visto. Para mí una de esas clases, como ya se podrán imaginar, no fue ni una de historia, ni de matemáticas y mucho menos de biología, fue una clase de danza. En esta clase me presentaron por primera vez a Isadora Duncan, una bailarina que para su época rompía todos los estereotipos, que se salió de los esquemas del ballet para hacer presentaciones que tenían como fuente la improvisación y demostración de sentimientos con el movimiento. La apuesta era salirse de lo perfecto y de los estándares de las academias de baile. Estas fueron las instrucciones que recibí un día en clase: dejarnos llevar por la música y sentir. Fue uno de los ejercicios más difíciles que me habían puesto, ¿Cómo así que dejarme llevar? ¿Pero donde están las instrucciones? ¿Ese espacio es todo mío? ¿No importa si no estamos todas coordinadas?
No hay que conocer mucho sobre el mundo de la danza para saber que en este se busca la perfección. Desde la danza clásica como el ballet, que requiere años de disciplina para lograr posiciones perfectas, hasta coreografías de hip hop en grupo que requieren que todos sus integrantes se muevan al unísono. Todo género que ya haya establecido reglas exige un nivel de perfección. Y este mundo donde lo perfecto es celebrado, bailar libremente es un acto de rebeldía.
Me costó bastante entender el movimiento libre y que eso era posible, utilizar el cuerpo para sentir con él y dejar que este hablara por mi. Muchos años después comprendí que bailar no era solo coordinar unos ciertos pasos. Era más bien celebrar la vida con el cuerpo, tal como el feminismo.
Y bailar es eso para mí hoy . Hablar con el cuerpo, reconocerlo, conocerlo y amarlo. El feminismo me dio la teoría, pero bailar me da la oportunidad de ser libre y disfrutar algo tan mío como mi cuerpo. Día a día desafío creencias de las que me quiero alejar cada vez más, como la necesidad de tener perfección en lo que estoy aprendiendo, o los estereotipos de que “solo un cuerpo perfecto es apto para bailar”. Bailar me enfrenta con mis contradicciones feministas y siempre me lleva a entrar en conversaciones profundas con ellas. Libertad vs perfección.
Tuve la fortuna que haber vuelto a empezar a bailar en un lugar como TRIBU, un espacio donde la primera y única regla era ser feliz, dejarse llevar por la música y sentir, sí, tal cual la teoría de Isadora Duncan puesta en práctica muchos años después. En este lugar me enseñaron a mostrar y celebrar los bailes felices así no fueran perfectos. A que los videos que suba de mí misma bailando no sean para el resto sino para mí y cómo celebro haberme movido ese día. Me enseñó que no importan la circunstancias, que todas las personas podemos bailar, bailar es de todes.
Bueno, y es que ya de adulta para mí el baile es una reafirmación de ese sentimiento de mi infancia sobre ser libre y hablar con el cuerpo cuando las palabras no alcanzan. Así que termino esta columna con una invitación, un #sietepolaschallenge que no tiene que ser público: bailen, gócense la carranga de la radio, el vallenato que llegó a la cuadra, la papayera de los cumpleaños, la canción en spotify que les gusta, lo que sea. Bailen y regálense un poco de libertad.
Si me preguntaran que es sentirse viva, mi respuesta sería: bailar libremente todos los días.
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