¿Cuidar el planeta o parir? Una falsa dicotomía del patriarcado

Es una creencia bien arraigada entre quienes se preocupan por cuidar el ambiente (y entre quienes no, también) que la superpoblación es un motor de la degradación ambiental y por eso la mejor contribución que podemos hacerle al planeta es no tener hijos. La creencia intuitivamente tiene sentido: entre más gente, más consumo y más desechos. 

Sin embargo, esta afirmación tiene algunos problemas fundamentales. Uno de ellos, y el que me lleva a escribir sobre esto en este blog, es que esta lógica a menudo justifica la adopción de políticas de control de la natalidad cuyo efecto, además de estigmatizar a las mujeres que deciden maternar–especialmente las mujeres empobrecidas y racializadas–, es que legitima el que el Estado tome decisiones sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres, algo que las feministas llevamos décadas intentando combatir. 

¿De dónde viene la preocupación ambientalista por el crecimiento de la población?

El protagonismo del problema de la sobrepoblación en la literatura y la política global ambiental se remonta a la teoría malthusiana de la población. En 1789, Thomas Malthus pronosticó que la población iba a crecer mucho más rápido que la capacidad de suministrar comida, lo que llevaría a un futuro siniestro de escasez. 

Sin embargo, fue a finales del siglo XX, en especial en el marco de la Conferencia de Medio Ambiente y Desarrollo en Río de Janeiro en 1992 que la teoría malthusiana tomó un nuevo aire dentro de los discursos ambientalistas. Tomando estos hallazgos como pie de apoyo, órganos de Naciones Unidas y ONGs del Norte Global afirmaron que el crecimiento poblacional era el origen de los más apremiantes problemas del mundo en desarrollo, incluyendo la pobreza, la hambruna y, por supuesto, la destrucción ecológica. Los países industrializados hicieron de la sobrepoblación su caballo de batalla en las negociaciones, buscando señalar a los países en desarrollo, con altas tasas de natalidad, pobreza e inequidad, como los responsables de la pérdida de la biodiversidad y los recursos naturales. Desde allí, una asociación casi inexorable entre sobrepoblación, pobreza y subdesarrollo logró posicionarse dentro de la praxis multilateral del desarrollo sostenible. 

La retórica del crecimiento poblacional como el motor de la destrucción ecológica sigue siendo dominante. En su reporte de 2014, nada más y nada menos que el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático señaló que el crecimiento poblacional era una de las principales fuentes de emisiones de gases de efecto invernadero, responsables de la crisis climática. En los manuales de política y gobernanza ambiental no falta una famosa fórmula para calcular el impacto de actividades humanas en el ambiente –la famosa I=PAT (Impacto = Población x Afuencia x Tecnología)– en la que la población es un elemento central. 

Una retórica imprecisa, reduccionista y patriarcal

El tamaño de la población indudablemente incide en la huella ambiental de los seres humanos. Pero no podemos dejar de repetir esto sin problematizarlo. Culpar al crecimiento poblacional de todos nuestros males resulta atractivo: reduce el problema a una causa simple, mediata y fácil de asimilar, para el que además existe una solución sencilla, técnica, aparentemente milagrosa e implementable sin cambios demasiado drásticos en la economía: el control de la tasa de natalidad. 

No obstante, esta fórmula malthusiana de controlar la natalidad para salvar el mundo tiene varios problemas. En primera medida, no es cierto que la mayor presión ambiental se deba siempre al crecimiento poblacional. El ecólogo político Paul Robbins derriba empíricamente esa relación al evidenciar, mediante datos del World Resources Institute del 2010, que el consumo per cápita de agua, carne, papel, energía y emisiones de CO2 en India es significativamente menor que el de Estados Unidos, a pesar de que la India tiene 3 veces la población de Estados Unidos. Para Robbins, la acumulación de riqueza y las transformaciones tecnológicas pueden llegar a ser incluso más importantes que el crecimiento poblacional en la intensidad de nuestra huella ambiental. De hecho, según Oxfam, el 1% más rico produce más del doble de las emisiones de CO2 que la mitad más pobre de la población mundial, y sin embargo no se habla de controlar el consumo como sí se habla de controlar la fertilidad.

Más importante aún, poner todos los huevos en la canasta de la superpoblación nos evita tener que lidiar con las causas sistémicas e históricas de la degradación de la naturaleza: el capitalismo, el colonialismo y hasta el patriarcado. Para los países industrializados, el discurso del crecimiento poblacional es una movida ideal para restarle importancia al hecho de que ha sido su propia y muy alardeada industrialización, basada en combustibles fósiles y en la extracción de materias primas en sus antiguas colonias, lo que nos tiene atravesando una crisis climática. De las 1.5 trillones de toneladas de CO2 emitidas desde 1751, el 25% provienen de Estados Unidos (más del doble de las emitidas por China) y el 22% de Europa

Señalar el problema en el pobre, desigual y desindustrializado sur Global, y más específicamente, en la poblaciones pobres dentro de estos países por sus altas tasas de natalidad, es una retórica infalible para deshacerse de la responsabilidad. Además, no hace sino alimentar un imaginario clasista y colonial de la pobreza como salvajismo, atraso e ignorancia, necesitada del heroísmo y el progreso tecnológico proveniente del hombre blanco, rico e intelectual. En esta premisa se apoya el complejo del “salvador blanco” con la que llegan desde celebridades hasta programas de Naciones Unidas a África, Asia y América Latina para “enseñarle” a las comunidades a cuidar de los recursos. 

Y como es de esperarse, las políticas de control de natalidad que el discurso de la superpoblación legitima se traduce casi siempre en controlar los cuerpos de las mujeres. En muchos casos “controlar la natalidad” es un eufemismo de una arremetida violenta contra la autonomía reproductiva de las mujeres, en especial las mujeres más pobres. Cuando se vuelve política de Estado decidir cómo se reproduce la población termina siendo el Estado quien decide por las mujeres si pueden y cuánto pueden parir, para lo cual ponen en marcha todo su aparataje físico y simbólico con el fin de implementar esa decisión. 

Las medidas de control a la fertilidad pueden tomar distintas formas, unas más brutales que otras. Una de ellas, últimamente la más común, es poner límites al número de hijos. En China, por ejemplo, se restringe el número de hijos por familia a 1, política de la que el gobierno chino saca pecho por haber evitado un número importante de emisiones de CO2. Y como corresponde con las medidas que se vuelven política pública, se construyen formas de vigilancia y sanción que en estos casos recaen sobre los cuerpos que paren, es decir, generalmente los cuerpos de las mujeres. Cuando no hay sanción estatal hay sanción social, como cuando se escriben columnas que le exigen a las mujeres pobres que “paren de parir”

Pero otras políticas son más extremas y violentas. Por ejemplo, países como Estados Unidos, India, Bangladesh, Brasil, Israel y Perú, entre otros, han realizado programas masivos de esterilización, en algunos casos forzada directamente, en otros casos a cambio de una compensación económica. Si se están imaginando que quienes suelen caer dentro de estos planes son las mujeres más vulnerables están en lo cierto: desde mujeres indígenas en Estados Unidos y en Perú, hasta migrantes etíopes en Israel

Entonces, ¿parir o no parir? 

Más allá de creer que hay soluciones individuales y simplistas a la crisis ecológica como “dejar de parir”, es crucial cuestionar cualquier retórica y política de Estado que pretenda depositar en unos cuerpos específicos la responsabilidad por una crisis que tiene todo que ver con relaciones desiguales de poder que son históricas y estructurales. No creo que las mujeres que deciden ser madres tengan la culpa de la crisis ecológica que atravesamos, y por eso creo que es injusto esperar que sean las mujeres quienes salven el mundo sacrificando su autonomía reproductiva. Antes de vigilar y sancionar maternidades, creo que es más útil para el planeta ponerle el ojo al petróleo, al carbón, a la agricultura industrial, a la acumulación de la riqueza, a la inequidad, a las violaciones sistemáticas de derechos humanos y al asesinato de líderes ambientales. 

Ahora, no quiero decir que debamos dejar de prestarle atención al crecimiento poblacional. En cambio, lo que quiero decir, como diría la profesora Elizabeth Spahr, es que desacelerar el crecimiento poblacional respetando los derechos humanos de las mujeres no es una dicotomía de o lo uno o lo otro, teniendo como únicas opciones la coerción brutal o resignarse a una natalidad desaforada. Según Spahr, existen al menos 4 factores que conducen –con mayor eficacia y menos atropellos contra las mujeres– a la reducción en las tasas de fertilidad. El primero y más importante: mayor inclusión de niñas en educación secundaria. Asegurar una educación completa a niñas y adolescentes es una semilla para reducir el embarazo adolescente, romper ciclos de pobreza y generar mayores oportunidades económicas en el futuro. En segundo lugar, Spahr ubica el el acceso a servicios de salud y educación sexual y reproductiva de calidad, seguido de la equidad de oportunidades económicas (especialmente relacionadas con el empleo: paridad, igualdad salarial, acceso y derechos sobre la tierra, pago de salarios directos a las mujeres, etc.) y finalmente el fortalecimiento de la capacidad de las mujeres de tomar decisiones sobre su vida, educación, salud y trabajo (lo que en el bajo mundo llaman “empoderamiento”). 

Es decir, si queremos desacelerar el crecimiento poblacional para cuidar el planeta, lo mejor es pararle bolas a las feministas, que por años hemos exigido igualdad política, económica, social y cultural para las mujeres, y abandonar de una vez por todas la pretensión de controlar nuestros cuerpos y nuestras decisiones de vida.  

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