Cuando Jineth Bedoya dio su desgarrador testimonio ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos el lunes pasado, su voz encarnaba no solo su propio dolor y su inconmesurable valentía, sino también el clamor de por lo menos 29.000 mujeres y niñas que han sido víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto armado colombiano. Bedoya lleva más de 20 años moviéndose en contra de la corriente de un Estado indolente para que se reconozcan las formas en que la guerra se vive distinto en el cuerpo de una mujer. Aún así, después de décadas de trabajo incansable, el gobierno colombiano desplegó de nuevo todo un repertorio de manipulación patriarcal contra Bedoya y las miles de mujeres y niñas que ven en este caso una tenue luz de justicia.
La audiencia ante la CIDH es un reflejo preciso de lo que han sido décadas de movilización feminista en un país en guerra: de un lado, un gobierno revictimizante y desidioso, pero de otro, un coro de mujeres organizadas que al unísono cantan “no es hora de callar.” Los frutos de décadas de movilización se ven aún muy verdes. Pero lo que es innegable es que la lucha por el reconocimiento de la violencia sexual como un acto de guerra ha catalizado juntazas que formaron la identidad del movimiento feminista colombiano de hoy. Al menos esto es innegable para María Daniela Díaz Villamil, académica y activista experta en guerras, derechos humanos y género, autora de «Los órdenes del prejuicio», quien generosamente me compartió su conocimiento y opiniones sobre lo que simboliza Jineth Bedoya para las mujeres, el proceso de paz, la JEP y los retos del movimiento feminista para la construcción de una paz amplia, incluyente y con perspectiva de género.
Un poco de historia…
Colombia lleva 50 años en guerra, pero solo hasta la década del 90 surgió la agenda pública de las mujeres por que se reconozca la violencia sexual como crimen cometido con ocasión del conflicto armado. El país atravesaba un momento crucial, ambientado por el fallido intento de negociación con las Farc en el gobierno de Pastrana, la Asamblea Nacional Constituyente y la resultante y prometedora Constitución del 91, un recrudecimiento del conflicto con los paramilitares y las guerrillas y la ampliación de la retaguardia nacional.
A su vez, el mundo venía de dar pasos contundentes hacia el establecimiento de un sistema internacional para la prevención y criminalización de graves violaciones a los derechos humanos. Daniela me explica que,
«Si bien por mucho tiempo se había asumido que eso ocurría en las guerras”, es decir, las violaciones a mujeres y niñas, “hubo un cambio sustancial en la Segunda Guerra Mundial cuando mujeres víctimas de diferentes ejércitos empiezan a dar testimonio sobre experiencias de violencia sexual a las que fueron sometidas durante la guerra, y el hecho de hablarlas públicamente comienza a aparejar consigo también una demanda que se populariza en la segunda mitad de siglo XX, y sobre todo al final de la década del 80, que es reclamar el ejercicio de derechos humanos a través de la sanción penal de los responsables.”
Luego de la proliferación de gobiernos autoritarios alrededor del mundo en la segunda mitad del siglo XX se crearon tribunales ad hoc para juzgar a los responsables de los genocidios en Ruanda y Yugoslavia, se adoptó el Estatuto de Roma que codificó y definió los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el genocidio y se creó la Corte Penal Internacional. Como pocas veces sucede en el derecho internacional, los resultados de estos esfuerzos se vieron poco después con la “cascada de justicia” que generó la judicialización de ex dictadores de todo el mundo desde los 80s.
En todo este proceso internacional, las feministas, particularmente las feministas radicales organizadas en un movimiento “anti-impunidad” como le llama Karen Engel, tuvieron una voz prominente. Prueba de ello es que la violencia sexual se tipificó como crimen de genocidio, de lesa humanidad y de guerra, y que su definición pone el acento sobre la coerción y la falta de consentimiento activo de la víctima, removiendo así la tradicional conceptualización patriarcal de la violación como un acto constituido exclusivamente por el ejercicio de fuerza física.
Esta movida de las mujeres exigiendo responsabilidad penal por violencia sexual en el marco de graves violaciones de derechos humanos se convirtió poco después en la columna vertebral del movimiento feminista colombiano. Hasta ese momento la agenda de las mujeres se había concentrado en el fenómeno del desplazamiento forzado, que era, por lo masivo, la violación de derechos humanos más visible. El desplazamiento además revestía una cara de mujer: mientras que las pérdidas fatales eran sobre todo hombres jóvenes, el desplazamiento forzado afectaba principalmente a mujeres y niños.
No obstante, con la movida internacional por la criminalización de la violencia sexual en las guerras, la circulación de conocimientos y la construcción de agendas entre redes trasnacionales de feministas consolidadas en las Conferencias de Beijing y El Cairo en 1994, pero también por el surgimiento de clamores de mujeres como Jineth Bedoya, la agenda feminista doméstica, la agenda doméstica de mujeres y conflicto armado se transformó. La visita a Colombia de Radhika Coomaraswamy, Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, en 2001, marcó un hito para que las organizaciones y activistas feministas de todo el país, que habían actuado de forma más o menos desarticulada hasta ese momento, se juntaran y formaran una plataforma amalgamar sus procesos en una voz colectiva por la visibilización de la violencia sexual en el conflicto colombiano, su investigación y el enjuiciamiento de los responsables. Así nace la Mesa de Trabajo de Mujer y Conflicto Armado.
El lugar de la violencia sexual en las guerras
La idea más ampliamente aceptada sobre la ocurrencia de violencia sexual en las guerras solía ser que las violaciones eran algo inevitable, y que no había razones más allá de ello que conectaran la violencia contra las mujeres con los fines y formas de las guerras en sí mismas. Revolucionar estas ideas fue la primera misión del movimiento feminista, tanto nacional como global. Las reflexiones del movimiento giraron en torno a evidenciar la violencia sexual como un medio para hacer la guerra, ya sea como botín o recompensa para los guerreros, o como arma o herramienta para reducir, aplacar o disminuir al bando contrario.
Para Daniela, el feminismo radical ha sido clave para explicar la relación entre sexo y violencia, de manera que hoy en día puede resultar casi obvio pensar en la violación como herramienta bélica:
“En las guerras lo que siempre ocurre es el asesinato y la violación. Eso es así porque el sexo, en esto el feminismo radical nos ha ayudado a dar mucha luz sobre la relación que hay entre sexo y violencia, es pues porque efectivamente la sexualidad es una expresión de cierta violencia y un mecanismo histórico para la dominación, en este caso, de las mujeres.”
En la elucidación de este vínculo entre violencia sexual y la guerra reside el clamor particular de las feministas en el campo de las graves violaciones a los derechos humanos y la justicia transicional. Daniela me explica que ese clamor está en,
“Empezar a decir, miren, eso que ustedes han considerado como inevitable toda la vida, en realidad es el producto de un orden social patriarcal que se refuerza a propósito del conflicto. Porque el conflicto o las guerras son contextos en los que los órdenes sociales se radicalizan. Entonces un orden social patriarcal, en el que los hombres y las mujeres están ubicados en estas posiciones de desventaja y de dominación, al radicalizarse lo que va a hacer es radicalizar también las formas de violencia. Entonces es una violencia inherentemente discriminatoria. Eso hoy nos parece muy obvio, pero hace 40 años no había una correlación realmente clara entre discriminación y violencia contra las mujeres. Esta idea del ‘cuerpo disponible de las mujeres’ como producto de un sistema que las excluye de forma sistémica y que en la guerra simplemente se refuerza y se radicaliza.”
Ahora bien, la tesis de la violencia sexual como medio parece hoy menos relevante de lo que fue al principio del milenio. La evidencia sobre violencia sexual en las guerras demuestra que su ocurrencia es mucho más contextual, es decir, sus dinámicas e intensidades dependen de los actores, de sus motivos e ideologías, de la presencia de mujeres en las filas, entre otros factores. Las Farc, por ejemplo, aducen no haber adoptado como política o arma de guerra violar mujeres y niñas en los pueblos, y aún así, las obliteraciones de la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres fue sistemática en la guerra que libró este grupo contra el gobierno y los paramilitares. De manera que más que un arma de guerra, explica Daniela, la violencia sexual es una práctica de guerra:
“[…] una práctica que, en general, se sirve del contexto de guerra para ejecutarse –es decir, sin el contexto de guerra no sería posible ejecutar es práctica–, pero al mismo tiempo genera unos altísimos niveles de tolerancia que en un contexto patriarcal y altamente discriminatorio, como en el que vivimos en Colombia, en lo que termina redundando es en una política informal de las organizaciones militares. Entonces puede que las FARC no tuvieran una política de violacion de mujeres civiles, incluso que tuvieran manuales que prohibieran esa conducta. Pero el hecho de que se tolere tan ampliamente por los líderes militares, lo único a lo que conduce pensar es que es una política velada. Es una forma en la que se expresa el orden patriarcal dentro de la organización militar.”
El proceso de paz colombiano y la lucha por el enfoque de género en el Acuerdo de Paz
Uno de los rasgos más celebrados del Acuerdo Final de Paz entre el gobierno colombiano y la antigua guerrilla de las Farc es su enfoque de género, que según Cinco Claves y GPAZ se esparce por 121 medidas en los distintos puntos negociados por las partes. Esta conquista es producto de la intensa movilización de las feministas por obtener una paz amplia, diversa, incluyente y con la voz presente de las mujeres.
Sin embargo, el proceso de incidencia por introducir el enfoque de género dentro del Acuerdo reveló los desacuerdos que existían dentro del movimiento sobre las versiones de lo que es la experiencia diferenciada de las mujeres de la guerra. Si bien la bandera más visible había sido por años la del reconocimiento y criminalización de la violencia sexual, surgieron posturas que invitaban a “desgenitalizar el conflicto” y poner el foco sobre otras formas en las que las mujeres sufrieron la guerra por ser mujeres. No obstante, esto sucedía en medio de un momento en el que la inclusión de la violencia sexual como crimen no amnistiable en el proceso judicial de la justicia transicional peligraba.
“¿Que estaba pasando? Que en un momento tenso de las negociaciones la violencia sexual iba a salir. Y fue el movimiento feminista el que se paró y dijo ‘la paz sin las mujeres no va’, y eso implica que una paz que no reconoce la violencia sexual como pasó en el conflicto no puede existir.
El resultado de la perseverancia del movimiento es un acuerdo atravesado por las sensibilidades de género y medidas diferenciales para las mujeres y la población LGBT. Si bien aún existe un énfasis innegable sobre la violencia sexual, que se explica precisamente por la entidad de dicho crimen en los estándares del derecho penal internacional que el Estado colombiano debía respetar, lo cierto es que el enfoque de género también se traduce en medidas que acomodan las distintas necesidades y vivencias propias de las mujeres en las partes de drogas, reforma rural integral, participación política, fin del conflicto y, por supuesto, víctimas.
Para Daniela, ante todo, este proceso es muestra de la multiplicidad e interseccionalidad de voces del movimiento feminista de hoy.
“Lo que yo creo que pasa en el Acuerdo es que hay un momento constitutivo después de la ruptura en el que hay una multiplicación de versiones feministas sobre lo que ocurre en el conflicto contra las mujeres. […] Yo creo que el Acuerdo es producto de esa pluralidad de voces feministas que clamaban sí por descentrar el debate por solo y exclusivamente violencia sexual, pero también por no dejar perder la agenda de violencia sexual y el terreno que ya había ganado Colombia reconociendo los impactos de esa violencia a nivel jurídico y a nivel institucional. […] Eso me parece muy potente porque habla de la madurez de la movilización feminista en Colombia y es que muchos discursos feministas que conviven pacíficamente en un Acuerdo de Paz.”
Ahora bien, su balance sobre la implementación del enfoque de género, particularmente en el funcionamiento de la institucionalidad de la justicia transicional, no es tan optimista. Daniela describe la aproximación de la JEP a la violencia sexual como “tímida”, aún siendo indulgente con ella. Al día de hoy, la JEP no ha abierto un caso nacional para investigar la violencia sexual como sí lo ha hecho con otros fenómenos como las ejecuciones extrajudiciales (los llamados “falsos positivos”) y el secuestro.
“Ahora que tenemos cálculos oficiales sabemos que hay al menos 30.000 víctimas de violencia sexual en el conflicto armado en Colombia y que el 97% de esas víctimas son mujeres y niñas. Y eso, sabiendo que el subregistro de la violencia sexual es brutal. […] Entonces creo que tiene mucha evidencia la JEP para entender esa dimensión que tiene la violencia sexual, no solo por lo masiva sino por justamente este hecho de ser una expresión de un orden discriminatorio y violento contra las mujeres, que se ensaña con los cuerpos de las mujeres, que me parece cuando menos tímida esta acción de no abrir un caso nacional y que sí lo haga con otros fenómenos que son incluso en términos numéricos inferiores al de la violencia sexual.
20 años de movilización ¿para qué?
“Todo este rollo, 20 años de activismo, de instituciones, de normas, de leyes, de tratados internacionales, órganos y jurisdicción internacional para nada…”
Con la voz cortada del desaliento, Daniela añade que a la timidez de la JEP debe sumarse la negligencia revictimizante del Estado colombiano para enfrentar la violencia sexual, tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Su desidia despojada de cualquier rastro de respeto o humanidad se hizo manifiesta en la audiencia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso de Jineth Bedoya:
“A Jineth la siguen revictimizando, el Estado comparece con una defensa absurda ante la corte, recusa a los jueces, maltrata a Jineth activamente durante una semana completa porque no solamente es la audiencia, además viene la recusación, viene este pedido por Twitter de acceder a una solución amistosa en la fase más adelantada del trámite interamericano, y una defensa en las audiencias de las acciones de la Fiscalía con un protocolo especial que tienen para la investigación de violencia sexual, que no ha dado ningún resultado más que aumentar las declaraciones de mujeres por violencia sexual, porque no ha servido para mover un ápice las cifras de impunidad de la violencia sexual en Colombia”.
Académicas y activistas como Isabel Cristina Jaramillo han sido críticas del fetichismo legal que ha caracterizado a los movimientos sociales en Colombia, del que por supuesto el feminista no se ha escapado. La intensa movilización por reformar las normas y crear instituciones parecen no haber surtido mayor efecto en términos de redistribución del poder. Las mujeres siguen siendo violadas y su acceso a la justicia denegado, soportando además la burla y la manipulación de las instituciones del Estado. Nuestra conversación parece estar llegando a un fin donde solo hay desolación, cuando Daniela levanta el rostro y se muestra más optimista.
“Yo soy mucho menos crítica que Isabel en buena medida porque yo he sido activista del movimiento y entiendo muy bien lo que se lleva a uno de la vida haciendo ese trabajo. Y creo que, por el contrario, sin ese trabajo no tendríamos lo que tenemos hoy que es un movimiento feminista popular, amplio, grande, con agendas múltiples, jóven, con muchas nuevas voces como el proyecto Siete Polas. […]
Daniela, que además de una admirada experta es mi hermana, me mira a los ojos y me devuelve la esperanza.
“Aquí el movimiento feminista se vuelve movimiento porque es que había que hablar de la guerra y aprendimos a organizarnos como feministas gracias a esas mujeres que entendieron que la forma de tener una agenda propia era hablando de la guerra, porque era la experiencia que atravesaba a las mujeres de este país de manera más dramática. […] Estas mujeres lo que hacen, me parece a mi, valioso, más allá de lo que hace el Estado o no, si reacciona o no, es, sí desde una lectura muy fetichista del derecho, pero lo que hacen es que le dan una identidad al movimiento feminista en Colombia. Si hay algo que le ha dado identidad al movimiento feminista en Colombia ha sido la guerra, explicar la guerra, y explicar sobre todo como es que el sexo de las mujeres ha hecho parte fundamental de el hacer de la guerra en este país, y quien mejor nos dio luz sobre eso, sobre cómo es que el sexo de las mujeres está en constante disputa en la guerra fue el caso de Jineth.”
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