No es la primera vez que escribo sobre ecofeminismo aquí. La vez pasada fue a finales del año pasado y es evidente que la escribí con ese espíritu o esa energía del “año nuevo, vida nueva”. Hice una invitación generar menos basura en 2021 y a entender por qué las feministas deberíamos tener una sensibilidad por el medio ambiente. Pues bien, la presente columna puede entenderse como el contrapeso a esa alentadora columna. Hoy no les diré que el cambio está en nuestras manos. Hoy les traigo una verdad incómoda, sin duda más incómoda que incomodarnos en la cotidianidad para ser más sostenibles: cambiar nuestras toallas higiénicas por copas menstruales o nuestros cepillos de dientes de plástico por unos de bambú no es suficiente. Todo esto lo podemos hacer y todo lo podemos reciclar, pero lo más importante es que involucremos, presionemos y les exijamos coherencia a las empresas y sobre todo a aquellas productoras de plástico (de un solo uso).
Quienes me conocen podrían decir que soy algo así como una feminista “amiga” del mundo corporativo, pues me he dedicado a acompañar a empresas públicas y privadas en el diseño de iniciativas de equidad laboral de género efectivas y transcendentes. Sin embargo, en esta columna adopto una posición más rígida y hasta acusativa. Primero, porque es demasiado frustrante ver cómo seguimos “en las mismas: año tras año, las empresas productoras de plástico nos prometen y cada año nos incumplen. Por ejemplo, la iniciativa Break Free From Plastic ha nombrado a Coca Cola, a PepsiCo y a Nestlé las top tres empresas más contaminadoras de plástico por tercer año consecutivo. Segundo, y aun peor, porque empresas como estas han intentado delegarnos la responsabilidad del cuidado del medio ambiente a nosotros, los consumidores. Este ha sido y sigue siendo el mensaje subyacente de las campañas de reciclaje desde la década de los setentas. Miren por ejemplo la siguiente campaña (¡impulsada por las principales empresas de la industria de bebidas!) y su mensaje: “Las personas pueden empezar la polución, las personas pueden detenerla”.

Es ridícula e indignante la repentina pasividad que las empresas asumen frente a la sostenibilidad. Para desarrollar un nuevo sabor de gaseosa sí hay ganas y sí hay cabeza, pero para migrar a empaques más sostenibles, empresas como Coca Cola prefieren cruzarse de brazos y decir que a los consumidores les gusta el plástico y que por lo tanto no hay mucho que hacer. Se reitera descaradamente la idea de que los consumidores somos los culpables de la crisis actual y que las empresas, por más bien intencionadas, son agentes pasivos en una realidad inalterable.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el feminismo? Primero, el mismo sistema que oprime a las mujeres es el que se ha encargado de reducir la relación de los seres humanos con la naturaleza a una relación antropocéntrica, de dominio y de extracción. En este modelo en el que yo boto esa bolsa de plástico que usé durante 5 minutos y me desentiendo completamente de su existencia, cualquier otra manera de relacionarse con el entorno ha sido desacreditada, desmeritada, invisibilizada o tildada de retrógrada y hasta mamerta. Segundo, es un clásico del patriarcado echarnos a la culpa a las mujeres por lo que nos pasa; nos vamos a morir si no reciclamos, nos van a violar si no nos vestimos con pudor. Tercero, muchas de las “soluciones” para mejorar la situación de las mujeres perpetúan esa idea de la realidad inalterable a la cual, desafortunadamente, debemos acostumbrarnos. Un ejemplo muy claro de esto es el vagón de metro exclusivo para mujeres en Ciudad de México. El mensaje que esto envía es que no podemos (¿o será que no queremos?) enseñarles a los hombres a no acosar entonces mejor separar a hombres y mujeres.
Cuarto, así como las empresas deciden cuándo encender y cuándo apagar su pensamiento creativo e innovador, los hombres están en una posición cómoda en la que, dependiendo del contexto, pueden comportarse como líderes supremos y eternos conocedores o como seres imbéciles y pobrecitos. ¿No es esto lo que pasa cuando el mismo sujeto que se expresa con total seguridad en la sala de juntas llega a casa y guarda su intelecto, al punto de no saber lavar un plato o dónde están ubicadas las cosas en la cocina?
Quinto (y último), también es un clásico del patriarcado (o más bien del patriarcado capitalista) mantenernos en un estado permanente de no estar a gusto con lo que somos y lo que tenemos—y de pensar que la solución está “allá afuera” y que lo único que debo hacer es comprarla. Y lo preocupante aquí es que este consumismo desenfrenado hoy se viste de marcas y productos sostenibles o que promueven el empoderamiento: si antes el afán de las mujeres hoy era tener la cartera x o los zapatos y, hoy el afán está en las camisetas con mensajes de empoderamiento o los productos de aseo personal locales, naturales, veganos, libres de, orgánicos, verdes, compostables, etc. ¿Qué es el capitalismo rampante, si no el apropiarse de la causa ambientalista y/o feminista para darle continuidad al consumismo? No miento cuando les digo que durante el Black Friday pasado, recibí correos electrónicos de marcas locales y/o sostenibles invitándome a participar, pero en su propia versión (no menos grave) de esta festividad consumista: el Green Friday.
Esta columna será para muchas una gran fuente de desmotivación. Mi intención no es que nos crucemos de brazos, sino que dediquemos esa misma energía que dedicamos al reciclaje a exigirles coherencia y respecto a estas grandes empresas. Luchar para que disminuyan la producción de plásticos de un solo uso o al menos para que internalicen los costos de esto. Porque sin esto, vamos a seguir escuchando cifras aterradoras, como el hecho de que, según un estudio de 2017, el 91% de todos los plásticos alguna vez producidos no ha sido reciclado. O que según un estudio de 2019 de la Universidad de Newscastle en Australia, ingerimos una cantidad semanal de microplásticos equivalente a una tarjeta de crédito.
Mi intención también es que entendamos que no nos podemos castigar o mortificar cuando no somos ecofeministas perfectas (así como tampoco podemos presionar a las demás feministas de que si no son ecofeministas no son nada). Digo esto porque siento que es a lo que juegan los “eco-influencers” o como los quieran llamar. A que si tomamos leche de vaca (o incluso leche de almendras, el nuevo enemigo, porque aparentemente es inaudita la cantidad de agua que se gasta en su producción) o que si no hacemos compost, entonces somos tan malvados como las grandes empresas. Siento que, sin querer, como promotores de causas sociales, a veces le exigimos esa misma perfección a nuestros seguidores que nos exigen aquellos esquemas que criticamos. Cuidado.
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