¿Qué consideraciones debería contemplar una persona que tiene el dinero y el acceso (o sea, la visa) para viajar desde Latinoamérica a Estados Unidos a vacunarse y que se preocupa por la justicia social y las implicaciones éticas de sus decisiones?
No es ni novedoso ni particularmente introspectivo afirmar que la pandemia por COVID-19 es el evento reciente que con más claridad nos ha mostrado las desigualdades de la sociedad contemporánea. Sin embargo, conforme se desarrolla esta crisis, cada día surgen más ejemplos concretos que trae a la superficie el sexismo, la misoginia, el racismo y la desigualdad social como asuntos sistemáticos y estructurales de nuestras comunidades y formas de organización. Pienso en la vacunación como uno de esos ejemplos emblemáticos que permiten explicar qué es eso de desigualdad y discriminación estructural y que, de hecho, permiten una mirada no solo local o nacional sino internacional.
Se habla de desigualdades estructurales cundo nos referimos a las diferencias jerárquicas en las formas en que nos organizamos socialmente (el género, la raza, la clase social, entre otras) y que redundan en un acceso desigual y desproporcionado a derechos y oportunidades. No es un tema menor tener claridad sobre este concepto pues dista mucho de lo que solemos entender por “discriminación”. En el argot popular, los medios de comunicación e incluso en la educación que recibimos no suele hacerse una distinción entre los prejuicios o exclusiones individuales y las desigualdades estructurales. Es por esto, por ejemplo, que cuando hablamos de racismo sale la prima uribista a decir que a ella la han discriminado por ser muy blanca, que se le burlan por rana platanera. O cuando hablamos de misoginia sale el machitroll desinformado y cabeza dura a hablar de “discriminación inversa” contra los hombres.
La ventaja que tienen la prima racista o el machitroll es que las anécdotas que cuentan son identificables mientras que la desigualdad estructural es mucho más compleja y, muchas veces, permanece invisibilizada. Además, como sabemos las feministas interseccionales, esas jerarquías que provocan desigualdades se intersectan de formas perversas y complicadas. A todo lo anterior, sumémosle que, en una sociedad transnacional globalizada, también hay jerarquías globales: es decir, a los individuos y a las comunidades nos afectan las formas en que se relacionan los países ricos con los países pobres. Pero todo lo que está sucediendo con la vacunación contra el COVID, en particular el caso de las personas que viajan desde Latinoamérica a Estados Unidos a vacunarse, puede darnos un ejemplo más concreto y familiar de estos conceptos complejos y a la vez determinantes para el feminismo y la justicia social.
Pongo mi primera carta sobre la mesa: no creo que sea condenable viajar fuera de Colombia o cualquier otro país de Latinoamérica a vacunarse. Eso sí, he escuchado a varias personas que lo hicieron ufanarse de, con ello, haber hecho una buena obra por haber “liberado una vacuna en Colombia”. Eso es, por lo menos, de una ingenuidad insoportable y, en realidad, una muestra de lo infames que puede hacernos el privilegio cuando no lo cuestionamos. Y es que sí, en la mayoría de los casos, viajar a vacunarse es de privilegiados. Pero no condeno a quien hace lo que está a su alcance ante una situación aterradora e intolerable en nuestro país.
Condeno, sí, la ingenuidad y la infamia que produce la inconciencia y la falta de pensamiento crítico ante esos mismos privilegios. Ya he escrito antes sobre por qué el discursillo de “renunciar a los privilegios” es inoperante. E igual ocurre acá. Viajar o no viajar a vacunarse cuando uno no se lo puede permitir no cambia en nada las desigualdades e injusticias de base. Lo que sí puede hacer no cuestionar esos privilegios como producto de esas injusticias es volvernos el tipo de personas que intensifica esas injusticias. No tengo pruebas pero tampoco dudas de que quien se cree un héroe nacional por usar su dinero y acceso para vacunarse fuera, es el mismo que regresa a hacer su vida normal y a presionar por la relajación de las medidas de prevención, sin importarle que el 90% de la población colombiana aún no tiene la vacuna y que él mismo puede portar y repartir la enfermedad a quienes no están vacunados.
El 29 de mayo, el periódico New York Times subtituló un artículo sobre el turismo de vacunación con estas palabras: “Frustrados con la baja tasa de vacunación en sus países, latinoamericanos adinerados viajan al norte a vacunarse, sintiéndose culpables por aquellos que se quedan atrás.” Estos tampoco me parecen mucho mejores que los primeros. Así como los sentimientos individuales de culpa de las personas blancas por el racismo o de los hombres por el machismo no sirven de nada para remediar discriminaciones estructurales por razones de raza o género, esta culpa tampoco remedia la inoperancia de nuestros gobiernos ni las profundas desigualdades en las que operan nuestros estados.
Es más, no creo que nadie deba sentirse culpable por querer proteger su vida y su salud. La más de las veces, esa culpa es la que nos excusa de pensar más allá, de ser realmente críticos y nos devuelve al paradigma de culpar a los individuos por las deficiencias de los Estados y las corporaciones (en este caso, por ejemplo, las farmacéuticas que se empeñan en proteger sus intereses económicos por encima de la vida humana y el bienestar social).
Ell título de este artículo que menciono es: “Como un sueño: latinoamericanos se desplazan a Estados Unidos por vacunas” y es tomado de las declaraciones de un viajero que, maravillado ante lo fácil que le resulta conseguir una vacuna como extranjero en E.E.U.U exclama: es como un sueño. Y así revive ese discurso perverso del “sueño americano”, que hasta antes de esta debacle global parecía empezar a desvanecerse.
¿Voy a morder la mano que me pone la vacuna? Claro que yes. Diría la prima rana platanera que qué hipocresía vacunarse en Estados Unidos (cosa que, personalmente, no he hecho pero ese no es el punto) y criticar una política y economía transnacionales en que las potencias se hacen cada vez más potentes a punta de la explotación y la subyugación de los países pobres. Sería la misma falacia en la que incurre cuando se burla de quien critica el capitalismo desde su IPhone. Ninguna persona puede renunciar a vivir en el sistema que se ha impuesto. Pero eso no significa que nos tengamos que tomar la sopita de tío Sam y dejar de buscar modos alternativos de organizarnos y actuar colectivamente en contra de esos sistemas perversos e inhumanos. A Estados Unidos no solo le conviene económicamente el turismo de vacunación. Además, está logrando reencaucharse en la conciencia colectiva del continente como una potencia benévola y un ejemplo a seguir. Todo esto, en últimas, nos devuelve a la primera casilla: Estados Unidos consolida su poder y Latinoamérica no tiene más remedio que ser su Sur explotable. Nuevamente, no es la elección individual (tener o no Iphone, ponerse o no la vacuna en Gringolandia) lo que confronta el problema estructural. La conciencia individual sí que es un primer paso, y hacer lo posible por cambiar la conciencia colectiva el camino que le sigue.
De hecho, esas diferencias profundas entre los países del norte y los del sur global son la raíz de esta dinámica de “sálvese quien pueda (y en detrimento de a quien le caiga)” que ha operado desde el principio de la pandemia. Jayati Ghosh, directora del Centro de Estudios Económicos y Planeación en la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi explica: “La producción y distribución de vacunas ha puesto de manifiesto e intensificado la desigualdad mundial. Se destacan tres características: la descarada apropiación de vacunas por parte de los países ricos; la protección de patentes por parte de los gobiernos de los países más desarrollados que impide una producción más amplia de vacunas; y el uso de la distribución de vacunas para promover tanto el nacionalismo como el poder diplomático “blando”.
En este momento, hay países que cuentan con más vacunas de las que pueden distribuir o de las que sus ciudadanos quieren consumir mientras otros países simplemente no las logran obtener. Pero la desigualdad es estúpida y contra producente en su egoísmo, y termina por devolvérsele incluso a los individuos y a los países “privilegiados”: la única forma de superar una crisis de salud global es atender la crisis en todas partes y, en este momento, las variantes del virus (casi todas producto de las altísimas tasas de contagio en los países pobres) amenazan a todos los países.
E igual que ocurre con lo que denominamos “privilegios” a nivel local (los privilegios de raza, de clase, de género), en las relaciones internacionales los privilegios de los poderosos permanecen invisibilizados. Piensen en la protección a toda costa de patentes y propiedad intelectual como es una versión del examigo facho del colegio que afirma que los pobres son pobres porque quieren mientras emprende con la fortuna familiar. Las investigaciones para la vacuna contra el COVID-19 recibieron inyecciones muy considerables de dineros públicos en varios países, la colaboración gratuita de instituciones académicas, sus instalaciones y sus académicos y profesionales y un influjo prácticamente ilimitado de participantes para las pruebas científicas. Todo esto, además de haber heredado y tenido a disposición años y años de conocimiento acumulado (publicado y no publicado que se liberó precisamente para investigaciones sobre la vacuna). Sin embargo, los laboratorios y varios países del Norte Global se empeñan en proteger patentes que, en últimas, impiden un ritmo rápido de producción y la adquisición de vacunas aduciendo que liberar las patentes provocaría un desestímulo en la investigación y el avance de la ciencia a futuro.
Así que, tener el privilegio de vacunarse en Estados Unidos y decidir hacerlo (o no hacerlo) tiene poca incidencia en el estado general de las cosas. Como suele suceder, nos distraemos en el lado individual de las cosas y nos olvidamos de los sistemas y las estructuras de poder. Y eso, en últimas, solo le conviene a esos mismos sistemas y estructuras.
Deja una respuesta