3 reflexiones sobre el privilegio a partir de una visa denegada

El día que me negaron mi visa de estudiante para Estados Unidos mi mamá me abrazó mientras yo lloraba. Mi papá se pegó al celular a llamar y enviar mensajes a cualquiera que pudiera ayudarnos.  Mientras tanto, yo lloraba de ira por la impotencia que sentía pero también sabía que estaba alcanzando una libertad que llevaba años buscando: si esto arruinaba mis posibilidades de completar mi doctorado ya no me importaba. Todo esto: poder llorar en brazos de mi mamá, contar con los contactos de mi papá y, finalmente, la tranquilidad de, por fin, desligar mi identidad (quién soy) de mis estudios (lo que hago) suscitó varias reflexiones sobre el famoso “privilegio” que hoy quiero compartir acá.

1. El contexto

Soy estudiante doctoral en una universidad de Estados Unidos. Cerca del final de mi segundo año de estudios, mi universidad cerró y transicionó a modalidad virtual por lo que regresé a Colombia y, desde Bogotá, continué con mi trabajo como docente e investigadora durante los siguientes 18 meses. Una vez la universidad anunció su reapertura, tuve que iniciar los trámites para la renovación de mi visa de estudiante, que se había vencido varios meses antes. A la burocracia usual se le sumaron las pesadillas particulares de tramitar una visa gringa en medio de una pandemia. Pero lo peor no vino sino después. Después de la entrevista con el cónsul en la embajada de Estados Unidos en Bogotá, recibí un papel que me decía que mi visa había sido aprobada y que recibiría mi pasaporte de vuelta con la visa al interior en los siguientes 14 días. Al cabo de 14 días mi pasaporte no llegó. Cuando revisé el sistema de seguimiento que dispone la embajada para los usuarios vi que mi caso había entrado en un “proceso administrativo”. Cuando intenté averiguar directamente en la embajada, no me dieron razón de en qué consistía, o siquiera de por qué estaba pasando esto que contradecía lo dicho por el cónsul, o cuánto podía demorarse este proceso. Mi vida profesional quedó en el limbo: sin visa no podía retornar al campus universitario en el que estudio y que me emplea y que ahora estaba requiriendo que todos los profesores, investigadores y demás empleados asistieran físicamente a la universidad.

2. Los contactos de mi papá no pueden combatir al imperio o de cómo el privilegio no es fijo y tampoco lo es la opresión

Para ser breve: por su trabajo, mi papá conoce varias personas con distintos niveles de influencia. Cuando vimos en la pantalla de mi portátil que mi renovación de visa había sido denegada, su instinto fue ponerse en contacto con cualquiera que pudiera ayudarnos a averiguar qué había pasado y qué podía pasar. Para hacer la historia corta: nadie pudo ayudarme, aunque algunos lo intentaron. Privilegios: muchos, pero ante el poder imperial no hay privilegio que valga.

Para decirlo de otra forma, son muchos los privilegios que tengo en mi país natal: soy leída como una persona blanca en un país racista, vivo en la capital en un país centralista y mi familia me ha dado acceso a un capital social y económico considerable en un país clasista. Pero todo eso no puede impedir que una potencia como Estados Unidos pueda poner mi vida en limbo sin darme ninguna explicación, sin tener ninguna consideración por mi proyecto de vida, y sin atender a las repercusiones profundas que su burocracia absurda tiene sobre mí.

La movilidad de privilegios y opresiones es algo que no llegué a descubrir sino hasta que emigré. Y creo que es un asunto que teorías como la del feminismo interseccional así como el activismo feminista no llegan a abordar del todo. El feminismo interseccional nos pide comprender cómo se potencian entre sí los privilegios o las opresiones de raza, clase, género, discapacidad, entre otros. También nos enseña a ver que aún entre los miembros de una misma población oprimida hay diferencias fundamentales frente a otras formas de opresión. Lo que esta aproximación no llega a invocar, sin embargo, es que opresiones y privilegios – en un mundo globalizado como el actual – al ser contextuales pueden cambiar según como una persona se desplace por el mundo. Y creo que mi historia lo ejemplifica: cuando estoy en Colombia la intersección de mis privilegios y opresiones es muy distinta que cuando estoy en Estados Unidos, un lugar que habito como extranjera, no ciudadana, latina, con una moneda fuertemente devaluada frente al dólar, sin la posibilidad de heredar un capital social de amigos y conocidos de mis padres, entre otros.

En ese sentido, por muchos privilegios que yo tenga o logre alcanzar en mi pequeño mundo, mientras el sistema global siga siendo el mismo – un sistema basado en las jerarquías de raza, género, clase que además se transfieren a jerarquías nacionales – siempre sigue latente la posibilidad de que me llegue mi turno de ser aplastada por el sistema.

Lo que quiero decir con todo esto es que el privilegio es individual pero la opresión es sistémica. Y por eso proteger los privilegios siempre será una lucha individualista, mientras destruir las opresiones requiere de una aproximación colectiva y sistemática. De igual manera, proteger los privilegios o incluso luchar por alcanzarlos siempre puede ser una tarea individual, erradicar las opresiones no. Esta experiencia más que ninguna otra me ha llevado a confirmar lo que intelectualmente había explorado pero no había a llegado a sentir en los huesos: quienes luchan por proteger el estatus quo son sus propios enemigos.

3. No soy lo que hago o los brazos de mi mamá como privilegio

Hablando de palabras sabias escritas por mujeres negras vuelvo a las palabras de Toni Morrison que he tenido enmarcadas y en mi escritorio desde hace varios años: “You make the job; it doesn’t make you. / Your real life is with us, your family./ You are not the work you do; you are the person you are”. Que traduzco como: “Tu haces el trabajo, el trabajo no te hace a ti. /Tu verdadera vida es con nosotros, tu familia./ Eres la persona que eres, no el trabajo que haces”. 

Durante mucho tiempo confundí mi valor como persona con mi desempeño como estudiante y, más tarde, como académica y profesional. Pero, además, confundía el valor de otras personas con su desempeño académico o sus logros profesionales. De niña fui una alumna destacada, casi perfecta. Y debo reconocer que desdeñaba a mis compañeros. Me resultaba muy fácil, la verdad, obtener las mejores notas, congraciarme con mis profesores, aplicarme a los estudios. De universitaria fui, nuevamente, excelente. Y allí, en la universidad, cuando empecé a forjar mis sueños de convertirme en académica, me imaginé como una futura profesora universitaria: sería implacable, una arpía temida por sus estudiantes, no les pensaba pasar ni una falla, ni una flaqueza. Al fin y al cabo, ¿qué tan difícil puede ser aplicarse a los estudios y hacer lo que a uno le toca?

Pues muy fácil, cuando uno vive en los brazos de su mamá, literal y metafóricamente. Hizo falta que saliera del país y me viera a miles de kilómetros de distancia de todas las personas que me amaban desde siempre e incondicionalmente para entender que esa facilidad para ser “la mejor” nunca ocurrió en el vacío. Yo nunca tuve una responsabilidad distinta que la de estudiar y no solo porque mis necesidades básicas estuvieran cubiertas, sino porque mis necesidades emocionales y pedagógicas también lo estaban. Pero no solo eso, en Colombia, yo llegaba a cada institución educativa con ventajas que nunca fueron visibles para mi. (Y es que así es el privilegio: invisible para quienes lo portamos). Al colegio entré como la hija de dos profesionales, con una mamá que podía dedicarme tiempo todas las tardes, que me revisaba la agenda, que me enseñaba palabra a palabra a corregir las tildes de la tarea de español, que se percataba de mis errores en la tarea de matemáticas y me los explicaba. Aún en un colegio privado en Bogotá eso era una rareza. Luego, a la universidad entré sabiéndome todas las reglas del juego. Mis papás habían pasado por ahí, al igual que mis tíos y mi primo mayor y me aconsejaban en lo pequeño (donde comer, por ejemplo) y en lo grande (cómo elegir clases electivas, qué hacer para destacarme en un salón de clases universitario, a dónde acudir si necesitaba ayuda). Solo hasta después comprendería que me movía como pez en el agua no porque yo fuera el mejor o el más esforzado pez, sino porque conocía al dedillo los confines del tanque, porque, en últimas, el tanque estaba hecho a mi medida.

Cuando llegué a Estados Unidos fue otra cosa. Ya no estaba rodeada de personas que conocían todo lo mejor y todo lo peor de mi. De hecho, como estudiante extranjera no fueron pocos los compañeros y profesores que me trataron con una condescendencia que me hizo dudar de mí misma. Tampoco me sabía las reglas del juego. Este tanque ya no lo conocía, no estaba hecho a mi medida y no tardé en empezar a hundirme. Pero además, ahora debía preocuparme de muchísimo más que mi desempeño académico: las reglas para mantener mi visa eran estrictas, de mis notas dependía mi permanencia en el país, las posibilidades de conseguir un trabajo o una beca eran mínimas como extranjera, la universidad tiene pocos servicios que comprenden las particularidades de habitar los Estados Unidos como no-ciudano, había muchísima información o habilidades que mis compañeros gringos tomaban por obvias y de las que yo no tenía idea.

Ese revolcón en el lugar que ocupo en la pirámide me sirvió para entender que desde la punta de la pirámide es muy fácil no ver los privilegios que te sostienen ahí. Es muy fácil aplicarle a los demás los estándares que con tanta facilidad cumples cuando esos estándares se han hecho a la medida de tus habilidades, de tu forma de vida y de tu forma de ser.

Pero hay también otra trampa de estar en la punta de esa pirámide y es la trampa de perderse a uno mismo. Cuando te ajustas tan categóricamente a las expectativas empiezas a sentir que ajustarte a las expectativas es la única forma de ser un ser humano valioso. Y las expectativas que nos impone este mundo patriarcal son… pues eso: patriarcales y, tarde o temprano, nos explotan en la cara. Durante mucho tiempo sentí que si no obtenía un título doctoral entonces sería un fracaso monumental y nada más. Por eso lo que hace falta es destruir del todo la pirámide.

Quizá la comparación sea ingenua pero cuando me quedé sin visa recordé una consigna que repetimos en las marchas: “nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo.” Y claro, la recordé desde un lugar de absoluto privilegio. Si definitivamente iba a perder la oportunidad de terminar mi doctorado, aparecían ante mí otro montón de alternativas que antes no había imaginado. El asunto es que cuando algo que parecía seguro – que me renovarían sin problema mi visa de estudiante – no sucedió fue cuando por fin empecé a erradicar mi complicidad con el poder no desde una comprensión intelectual sino desde una comprensión emocional. Me salió de las entrañas maldecir al país que nos arrodilla, al que le estaba rogando que me dejara cruzar una frontera que jamás debió existir.

Ahora lo maldigo desde su propio suelo. Sin ninguna explicación o justificación, dos semanas después de denegarme la visa la embajada me la otorgó. Volví a Estados Unidos hace un par de semanas pero volví otra. Soy quien soy y no lo que hago porque, quiéralo o no, lo que hago depende de un sistema podrido mucho más allá de mi control. Mi verdadera vida es con mi familia y mi familia pueden llegar a ser todos aquellos que ya no quieren este sistema desigual. Congraciarme con el poder y sus instituciones no me hace mejor persona ni me garantiza llegar más lejos. El poder se congracia contigo cuando le convienes y te aplasta cuando no. Eso entendí y acá lo dejo escrito para recordarlo ahora que volví a las entrañas del monstruo.

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