Cada vez que vamos a comprar ropa, que para muchos puede ser una experiencia muy agradable y hasta religiosa, no pensamos en todo lo que sucedió para que esa ropa que nos gustó estuviera ahí. Y de hecho, en algunas ocasiones el costo de esa ropa es la vida de muchas mujeres del otro lado del mundo. Este artículo es una oportunidad para dejar de hacerle el quite a esta verdad y agarrarla con nuestras manos. Este artículo es también una autorreflexión, pues por mi pasión por la moda y las tendencias, hoy en día gasto casi un 25% de mi sueldo en ropa de marcas de dudosa reputación. Y también, este artículo es un primer paso para honrar esa hermosa frase de Audre Lorde que dice: “No soy libre mientras haya una mujer que no lo sea, incluso cuando sus cadenas sean distintas a las mías”.
El ‘fast fashion’: el modelo que tiene a la industria en el cielo y a la gente en el subsuelo.
La industria de la moda es un gigante en la economía mundial. Representa 2.4 trillones de dólares y en la última década, contrario a todas las tendencias de otros sectores económicos, creció en promedio un 5.5% anual. El crecimiento de esta industria en los últimos años se debe a cambios estructurales en sus cadenas de valor que revolucionaron las formas de consumo de ropa. Se trata de una estrategia comercial conocida como ‘fast fashion’. Tiendas como Zara y H&M aplican esta estrategia y hoy en día ocupan los puestos segundo y tercero entre las marcas de ropa más valiosas del mundo en 2017, únicamente después de Nike y por encima de marcas de alta costura como Louis Vuitton, Hermès y Gucci.
El modelo de las marcas de ‘fast fashion’ consiste en producir ropa de tendencia, inspirada (por no decir clonadas) en las colecciones de diseñadores renombrados, fabricadas a muy bajos costos, y en consecuencia, vendidas a muy bajos precios. Sin embargo, el verdadero secreto de esta estrategia, y a lo que se debe la revolución de nuestros patrones de consumo, está en la amplia variedad de prendas y la rapidez con la que se sustituyen. ¿Se han dado cuenta que cada vez que entran a Zara o H&M hay ropa nueva? Las marcas de ‘fast fashion’ introducen colecciones nuevas casi cada dos semanas, a diferencia de otras marcas que lo hacen cada 6 meses. Esto tiene el efecto que hacernos sentir que la ropa pasa de moda mucho más rápido. Por lo tanto, si encontramos una camisa que nos gusta sabemos que debemos comprarla en ese mismo momento, pues sabemos que en cuestión de semanas ya no la encontraremos, y que en cuestión de meses ya habrá pasado de moda.
Por esto mismo de que la ropa pasa de moda muy rápido, al cabo de unas pocas semanas seguramente volvemos a Zara o H&M en busca de nuevas tendencias, porque, recordemos, la ropa en estos sitios pocas veces son clásicos atemporales. Y cuando entramos se repite el ciclo: nos enamoramos de otra camisa que debemos comprar ahí mismo antes de que desaparezca del almacén o de las fotos de las blogueras de Instagram. Mientras tanto, aquella camisa de la vez pasada la habremos usado unas contadas veces antes de reemplazarla –unas 7 máximo, según los estudios–. El resultado de todo esto es que gracias a los cortos ciclos de rotación de ropa en estas tiendas, las visitamos mucho más seguido (algo así como 17 veces al año, mientras que visitamos otras tiendas solo 3,5 veces en promedio), y casi siempre compramos algo. ¿Alguien se identifica?
Otro de los factores clave para el ‘fast fashion’ es poder renovar colecciones cada dos semanas a un costo de producción muy bajo para poder vender la ropa muy barato. Esto es esencial, pues sino no compraríamos ropa en Zara o H&M casi cada vez que entramos. ¿Y esto cómo lo hacen? Aquí es donde todo se empieza a poner feo. Para mantener el modelo de ‘fast fashion’ las empresas fraccionan sus cadenas de valor para disminuir los costos de producción. Esto es, diseñan las prendas en España, adquieren las telas de China, que a su vez han sido producidas a base de algodón producido en la India, y se confecciona el producto final en una fábrica en Bangladesh.
La razón detrás de esto es que producir en países como Bangladesh, Camboya, Sri Lanka, Filipinas, Indonesia, Turquía o Marruecos es más barato por algo que no es secreto para nadie: las leyes laborales y ambientales de esos países no valen m…ucho. Solo por ilustrar, según la ONG Asia Wage Floor, la mensualidad justa para que una familia viva en Bangladesh es de 367 dólares, mientras que el sueldo mínimo es 68 dólares. Lo mismo pasa en Sri Lanka, donde el salario digno es cinco veces mayor que el salario mínimo, y en Camboya, donde el salario digno es tres veces mayor al mínimo. Y encima de esto, la amenaza de las empresas de irse de un país porque encuentran mejores condiciones (o sea, peores leyes) en otro, tampoco es que sea un incentivo para mejorarlas.
La contribución del patriarcado al ‘fast fashion’.
Ciertamente, para que el modelo de ‘fast fashion’ funcione se requiere de la presión de las empresas para que se flexibilicen las leyes laborales y ambientales en países del Sur Global, y de países dispuestos a hacerlo con el fin de atraer esa inversión, pues de otra manera no se podría producir la ropa tan barata. Pero la película de terror no acaba ahí. El 80% de la mano de obra en la industria textil está conformado por mujeres entre los 18 y 35 años, y esto no se debe al azar. Este particular modelo se alimenta de un sistema social y cultural que establece unos roles de género que derivan en una posición desfavorecida de la mujer en la sociedad. Esto es lo que las feministas llamamos ‘patriarcado’. La industria textil se favorece y necesita del patriarcado para poder existir como existe hoy.

Lo anterior tiene que ver con la división sexual del trabajo. En muchas sociedades, incluyendo la nuestra, a la mujer se le tiene como el ser que naturalmente está hecha para las labores del cuidado del hogar y de los niños. Esto genera que percibamos a las mujeres como las indicadas para realizar trabajos manuales, como tejer y coser, que hoy en día se conciben como actividades intrínsecamente femeninas. Por mucho tiempo la regla general en los colegios era que las niñas aprendieran a coser (hoy no es la regla, pero muchos colegios aún lo enseñan). Además, muy probablemente en sus casas quien puede enmendar una prenda que se daña es su mamá o abuela y no su papá ni su abuelo. En esa misma medida, las fábricas textiles suelen contratar mujeres porque presumen que estas pueden hacer mejor el trabajo que se hace en ellas que los hombres.
Pero la división sexual del trabajo tiene implicaciones importantes en la situación desfavorecida de las mujeres, pues estos trabajos normalmente se consideran no tecnificados ni valiosos, por lo que generalmente son mal pagos (es más, las labores del cuidado del hogar ni siquiera se consideran trabajo en Colombia). Entonces, el problema no es solamente que nuestro sexo defina para lo que somos buenas, sino que según nuestra cultura, aquello para lo que somos buenas no es bien remunerado ni reconocido. Así, la industria textil se aprovecha de este sistema y contrata principalmente mujeres porque es aceptable pagarles salarios paupérrimos. El modelo de ‘fast fashion’ no podría sostenerse de la misma manera si las fábricas estuvieran llenas de hombres, cuyas capacidades se consideran superiores a las de las mujeres y son los proveedores del hogar por excelencia, y por ende, habría que pagarles más.
La precariedad de los salarios en la industria textil no es lo único que tiene que ver con el género. De hecho, casi todo lo malo que caracteriza a la industria tiene que ver con que la fuerza laboral esté compuesta mayoritariamente por mujeres. Desde 1983 las académicas Annette Fuentes y Barbara Ehreinreich han mostrado que los empleadores en fábricas textiles prefieren a las mujeres porque son “dóciles y fácilmente manipulables”. Esto mismo constató Michael Ross, el productor del documental “The True Cost”, quien entrevistó a varios dueños de fábricas textiles en Bangladesh, India y Camboya que insinuaron que las mujeres eran más sumisas, y por ello son mejores trabajadoras que los hombres, pues nunca alzan su voz.
La socialización de las mujeres como seres dóciles explica, por ejemplo, como muestran Fuentes y Ehreinreich, que las mujeres trabajen entre 60 y 140 horas extras no remuneradas a la semana; que no tengan estabilidad laboral porque nunca son vinculadas mediante contratos y puedan ser despedidas en cualquier momento que la demanda baje, o porque quedan embarazadas o se enferman; que tengan que someterse a pruebas de embarazo rutinarias para ver si las echan o no, y que si quedan embarazadas, traten de esconderlo como puedan, así eso implique malnutrición, descuido en etapa prenatal y demás riesgos a su salud y a la de los bebés; que no exista la licencia de maternidad, ni la seguridad social ni los riesgos laborales; que trabajen en edificaciones viejas y peligrosas, sin baños, ni agua ni jabón, o que tengan que compartir el trapo con el que se limpian luego de cagar; que no puedan formar sindicatos porque corren un riesgo alto de ser violentadas, incluso sexualmente; que así no se asocien sean abusadas sexualmente por desde sus jefes hasta los guardias que las revisan al entrar y al salir para asegurar que no roban.
En fin, la industria textil de hoy ve en las mujeres una gran masa de mano de obra barata y explotable, que sostiene un modelo cuyas ganancias terminan exclusivamente en manos de hombres blancos y occidentales, como los CEOs de H&M, Inditex, GAP y Mango. La explotación laboral en esta industria ha cobrado vidas de miles, pero sobre todo de mujeres. Por ejemplo, en el derrumbe de la fábrica textil Rana Plaza en Dhaka, Bangladesh, en 2013, de las 1,129 personas que murieron, el 80% eran mujeres. Y este no es el único desastre en fábricas textiles en ese país.

“No vuelvo a comprar ropa en Zara” y otras promesas hechas para romperse.
Nuestra responsabilidad en la explotación de mujeres en la industria textil es clara: si no consumiéramos ropa de estos almacenes, no habría demanda que motivara a las empresas a producir como producen. Pero cambiar nuestros hábitos de la noche a la mañana, especialmente cuando la ropa de Zara es tan espectacular y la ropa de H&M tan barata, es difícil. Para terminar este artículo quisiera compartirles las alternativas que existen para que los y las amantes de la moda, como yo, podamos seguir disfrutándola, al tiempo que vamos cambiando paulatinamente nuestros hábitos y tomando cada vez mayor conciencia de nuestras decisiones de compra.
- Autoevalúe sus propios hábitos. Hay que ser conscientes de la trampa para evitar caer en ella. Es clave sincerarse con uno mismo para saber cuándo uno quiere una prenda porque la necesita o por el capricho de tenerla para verse ‘a la moda’. Para estar a la moda la clave no está en tener siempre lo último de lo último sino tener un estilo propio, y este puede reinventarse de mil formas con la ropa que ya tenemos. Eso de ‘no repetir pinta’ es una pendejada y ni la gloriosa Kate Middleton lo hace. Inspírese con las imágenes en Pinterest o asesórese con la página Chicismo para crear nuevas combinaciones con su ropa. Ya lo había dicho, pero lo repito: la moda es una forma de expresión de la propia esencia. Comprar bajo esa premisa no solo alimenta nuestro empoderamiento sino que hasta puede salvar la vida de mujeres al otro lado del mundo.
- Identifique las tiendas más y menos responsables con su cadena de valor. Aplicaciones como “Good On You” son muy útiles para saber qué marcas tienen las mejores y peores políticas para garantizar que sus productos se hagan en condiciones dignas. Les adelanto que, según el Ethical Fashion Report 2017, usted está más seguro/a si compra en Adidas, las marcas de Inditex (¡SÍ, así como lo leen!), Levi Strauss & Co o Patagonia. Mientras que comprar en Abercrombie & Fitch, Forever 21 y Nike es fatal. Otras como H&M, Billabong, Lacoste y Quicksilver están en la mitad, así que dependen de su nivel de exigencia.
- Pruebe comprar ropa de segunda. En vez de meterse 17 veces al año a las tiendas de siempre, pásese más por esos sitios de ropa de segunda mano que conozca en la ciudad (o ‘vintage’ si el ‘segunda mano’ le da susto) como La Candelaria o la Calle 85 en Bogotá. O quizás, si no conoce ninguno, como yo, le recomiendo chequear páginas/aplicaciones como True Love and Poems, Trendier, Little Ramonas, Renueva Tu Closet, Mercado Negro, Revancha y grupos en Facebook como SWAP. Así al menos su plata no se va a los bolsillos de quienes se la ganan explotando mujeres.
- Apuéstele a la industria colombiana. Colombia puede ser un caos en muchas cosas, pero nuestras leyes laborales son aceptables como para presumir que la ropa nacional proviene de trabajadores en condiciones dignas. ¿Ya conocía marcas como La Rock N Rola, Religare Store, La Percha, Ciempies, Ciudad Freak o Mix & Match (de María José Arroyo, una bloguera barranquillera que me mata)? Pero si quieren mi total sinceridad, Seven Seven con la colección de Chocquibtown se gana todos los aplausos.